domingo, 29 de marzo de 2015

El disco del mes: Reckless (1984)


De muchos artistas y grupos musicales se ha dicho que en algún momento de su carrera publican un disco "imperial", algo así como un grandes éxitos anticipado donde dan las claves esenciales de su estilo e incluyen tres, cuatro o cinco canciones esenciales en su discografía. Suelen ser sus discos más vendidos (no necesariamente los mejores), los más recordados por su público y los más demandados en sus conciertos. Sin duda, en el caso del cantante canadiense Bryan Adams, Reckless sería el perfecto ejemplo de ello.

Publicado en noviembre de 1984, el disco sirvió para lanzar la carrera internacional de Adams y, especialmente en el mercado americano, afianzarlo como un valor seguro en una época plagada de estrellas consolidadas. Hasta ese momento, el cantante canadiense había obtenido un tímido reconocimiento en su tierra natal con sus discos Bryan Adams (1980), You want it, you got it (1981) y, especialmente, Cuts like a knife (1983), donde se había afianzado un estilo más insistente en guitarras y percusión, cercano al pop-rock que haría furor en aquella década.

Los artífices de aquel proyecto, que se llevó a cabo en un turbulento proceso que siguió a la gira promocional de Cuts like a knife, fueron Jim Vallance, el productor Bob Clearmountain y el propio Adams. A ellos corresponde el mérito en la composición y elaboración de las canciones, muchas de ellas reescritas hasta la saciedad al no ser del todo de su agrado en sus primeras versiones. Tan agotador fue el proceso que a mitad Adams necesitó tomarse un mes de descanso para oxigenar sus ideas. Por primera vez, y no sería la última, Adams recurrió a una de sus muchas amistades en el circuito musical para crear un dueto sobre el que cimentar el éxito del disco. Así, tras el parón obligado por el cansancio, el canadiense se presentó nada menos que con Tina Turner, todopoderosa en aquellos primeros 80, con la que grabó el clásico It's only love, que se convertiría en el último de los seis singles que promocionaron el disco a lo largo de todo 1985.



Antes de él irían el fenomenal Run to you, que abrió el camino y fue el primer número 1 del artista en Estados Unidos, Somebody (también número 1 en Canadá y Estados Unidos), la balada Heaven, el himno generacional Summer of 69 y, unas semanas antes del dueto con Turner, One night love affair. En total, más de 12 millones de copias del disco lo convirtieron en el disco más vendido en la historia del cantante y en uno de los grandes éxitos de aquella temporada, haciendo de Adams una presencia permanente en MTV y en todos los grandes eventos de la época, como el concierto Live Aid de aquel mismo año.

A pesar de que Adams competiría consigo mismo algunos años después con el monumental éxito de Waking up the Neighbours y aquel inmortal Everyhting I do que permaneció 14 semanas como número 1 en todo el mundo, Reckless permanece como su disco más redondo, y el que mejor define el estilo de un rock sencillo y accesible para todo tipo de público. Las críticas a Adams por la pobreza de buena parte de sus letras, algo innegable, suelen tener poco en cuenta el nivel medio del pop/rock de aquellos años, donde buena parte de la escena musical trataba de adaptarse a una década rica en sintetizadores y pobre en personalidad propia. Adams logró hacerse con un estilo que marcaría todos sus lanzamientos posteriores, que logró enganchar con el público joven y el adulto casi con igual entusiasmo sin necesidad de las filigranas mediáticas de otras grandes estrellas del momento. 



Buena parte del éxito radicó en la personalidad del cantante, alejado de las manías y divismos propios de una industria centrada en crear un star system tan propio como artificial. Como ha declarado en numerosas entrevistas, él era muy consciente de la fugacidad de aquel momento, de la condición transitoria de aquel éxito que le había llegado de manera inesperada. A pesar de que aún le quedaban muchos éxitos en su trayectoria musical durante los años 90, la estrella de Adams declinaría progresivamente conforme se entraba en el nuevo siglo y ha quedado ahora reducida a una vieja gloria que, 30 años después del fenomenal lanzamiento de Reckless, reedita ahora el disco con una edición especial que incluye seis temas descartados (entre ellos el que daba título al disco, toda una joya para los fans del artista), un concierto de 1985 en el Hammersmith Odeon y, en su edición especial, algunas versiones remasterizadas de temas del disco y material fotográfico de conciertos del tour que sirvió para promocionar el disco.

No hace falta decir que la vigencia del disco es muy relativa. La escena musical ha cambiado tanto en estos últimos 30 años que Reckless (special edition) es más un regalo para los fans de toda la vida que una oportunidad de hacer que nuevas generaciones descubran a este artista. Los nuevos modos de la industria, los nuevos rostros creados para la ocasión y el sonido de 2015 tienen poco o nada que ver con el de aquel lejano 1984/1985 en el que este álbum se destapó como una de las sorpresas más agradables del momento. No hay más que escuchar uno de los últimos singles del propio Adams, Tonight in Babylon (2012), para comprobar lo poco que incluso Adams tiene ya que ver consigo mismo, o con el que fue una vez.


Cervantes y la osamenta perdida



En cierta ocasión viajé a Inglaterra con una amiga que tenía un curioso mapa lleno de referencias a cementerios. No pude menos que preguntarle el motivo de tan macabro listado, y me respondió que en aquellos lugares estaban enterrados ciertos escritores a los que ella profesaba una gran admiración como lectora. Así, en los días siguientes, una de nuestras paradas obligatorias en cada ciudad que visitábamos era la de la tumba de tal o cual novelista, poeta o dramaturgo, donde mi amiga hacía la foto de rigor y guardaba un respetuoso minuto de silencio.

Sin ánimo de menospreciar en absoluto tan curiosa iniciativa, ya que mi amiga era lectora devota y conocía al dedillo versos enteros, párrafos y diálogos de todos aquellos escritores, sí es cierto que hubo una impresión algo contradictoria en mí ante semejante afición. No es que lo viera fuera de lugar ni criticable, pero es algo que en cualquier caso yo jamás habría hecho por propia iniciativa. Como aficionado a la lectura desde que tengo memoria, como estudioso de la literatura desde que tuve algo de uso de razón y como encargado en la actualidad de tratar de transmitir su legado a las jóvenes generaciones, lo último que me importó en su momento o de lo último que hablaría ante mis alumnos es de dónde se encuentran los restos de Quevedo, Fray Luis o Garcilaso. No perdería un solo instante hablando de la fosa en la que quizá esté enterrado Lorca, y desde luego no dedicaré un solo minuto a toda esa fenomenal farándula de mercadillo en que se ha convertido el descubrimiento de los supuestos huesos de Miguel de Cervantes.

Puedo entender el interés por parte de una familia por el lugar en el que reposa tal o cual persona, al margen de su condición de escritor. Hay un aspecto esencial, de rito, en el entierro de un ser querido, y los amplios estudios sobre la memoria histórica han puesto de manifiesto en todas partes del mundo la necesidad de la gente de depositar su luto en un emplazamiento, de dejar que allí se conserve ese recuerdo que permita cerrar la herida con el tiempo.

Nada de eso tiene que ver, sin embargo, con este circo cervantino que es un auténtico despropósito se mire por donde se mire. Lo único cierto es que en este país la marca de Cervantes mueve mucho dinero, y hay un interés evidente, económico, en que existan huesos que podamos atribuir al genio de nuestra literatura para seguir sacando los cuartos a los turistas, sean de aquí o de allá. Nada de esto tiene que ver, insisto, con una obra literaria que podrá ser la segunda más publicada y traducida del mundo, cuando el hecho cierto es que muy poca gente la conoce de primera mano.

La auténtica lástima es que Cervantes y su obra son, para una amplia mayoría de los habitantes de este país, sinónimo de aburrimiento soberano. Todavía recuerdo aquel anuncio en el que un hombre esperaba en una sala para descubrir, con horror, que entre las lecturas para amenizar la espera estaban los dos volúmenes del Quijote. No he conocido todavía un solo estudiante que haya leído capítulos de la obra cervantina y haya mostrado el menor entusiasmo por ello, que vea las representaciones de su teatro y levite o que tenga el menor interés por leer la que pasa por ser una de las mayores obras de la literatura universal. Y conste que aquí hablo de estudiantes, es decir, gente que está más que capacitada para dicha lectura, que cuenta además con otras personas capaces de explicar sus puntos más oscuros; no digamos ya lo que ocurre cuando uno sale a la calle y menciona el nombre de Cervantes, porque a más de uno le falta santiguarse como si más que a un literato se hubiera mencionado al ángel caído.

A pesar de todo, y olvidándonos de osamentas perdidas que en el fondo solo aportan beneficios turísticos a quien corresponda (o no), seguiremos intentando despertar el interés por la obra literaria no solo de Cervantes y los ya citados, sino de todos aquellos que han intentado explicar con su obra el por qué del mundo, de las mentes de sus ciudadanos, de los motivos morales o no tanto de sus acciones, del funcionamiento de una sociedad que avanza a golpe de cañones, de imposiciones y de urnas de dudosa legitimidad, y que además lo hace con el nivel de prosa y verso más elevada, con el refinamiento del lenguaje más preciso y milimétrico de que es capaz un artista, un creador, que a fin de cuentas es por eso, y no por otra cosa, por lo que debemos tenerlos en la memoria y, muy especialmente, en nuestras lecturas.

(Tumba de James Joyce en Zúrich)

El mito del caos y la luz


Son ya varias las veces en que me he visto en medio de una conversación política a lo largo del último mes con un tema casi exclusivo, la regeneración política de España, y un protagonista casi exclusivo, Podemos. Y en todas ellas he tenido la sensación, a veces incómoda, de que era la única persona que no se dejaba arrastrar por la misma euforia que el resto de mis interlocutores, a quienes vaya por delante que tengo en la mejor estima.

Desde hace ya tres lustros participo en las elecciones democráticas de este país, y en prácticamente todas ellas la sensación ha sido la misma, aunque con una pérdida de intensidad progresiva: ilusión inicial, expectativa, decepción continuada y sonrojo final. No ha habido una sola ocasión en que el partido en quien he depositado mi voto no me haya decepcionado, ni una sola en que no me haya arrepentido, sinceramente, de haber confiado en programas que no se cumplían, en líderes que afirmaban que el poder no les cambiaría y en que eran la encarnación de la honestidad y la claridad ante sus electores. En ningún caso he tenido la sensación de que aquella etapa electoral hacía que mi país estuviera mejor que antes, sino más bien al contrario. Por todo ello, mi desilusión con el panorama político de España, y más teniendo en cuenta todos y cada uno de los casos de corrupción, fraude y favores que hemos venido conociendo en los últimos tiempos, es total.

Del discurso de Podemos hay algo que me produce bastante curiosidad, y es el modo en que con tanta eficacia ha hecho calar el mito del caos y la luz entre una amplia mayoría de sus potenciales votantes. Más allá de si el partido es de ascendencia ideológica de izquierdas o de la izquierda radical como proclaman los más agresivos rivales, más allá de si sus miembros son o no tan honestos como ellos mismos se proclaman o de si están siendo sometidos a una fenomenal campaña de descrédito por buena parte de la prensa nacional (que yo creo que sí, aunque ese sería tema para otro artículo), mi principal duda acerca de esta formación política viene por la ausencia de unas propuestas concretas, reflejadas en un programa concreto del que aún no se sabe nada pero del que todos hablan como si fueran los proféticos manuscritos del Mar Muerto.

Lo único que siempre constato en los discursos de sus principales responsables, de quienes admiro su capacidad para la estrategia de comunicación tanto en directo como a través de las redes sociales, es ese mito según el cual la Transición española fue poco menos que un apaño de las clases poderosas para no desentonar demasiado del concierto político europeo de finales de los 70, que permitiera a los mismos de siempre mantener sus privilegios de casta (y aquí cito la dichosa palabra, lo siento). Este cimiento de barro sería el que explicaría, junto con toda una cohorte de políticos "profesionales" cargados de intereses en su propio beneficio, la situación de descrédito de la política española contemporánea, plagada de honorabilísimos señores feudales que han de dar cuentas acerca de sus respectivas en Suiza, por ejemplo, y de una monarquía que despierta de todo menos simpatías en los últimos años. 

Y así como en los mitos fundacionales o cosmogónicos se habla de realidades iniciales oscuras y plagadas de terror, hay siempre en estos relatos un punto de inflexión o de giro radical en el que un héroe surge para poner el orden necesario, para devolver el equilibrio a una balanza desnivelada por la inmoralidad. Este héroe sería  Pablo Iglesias y sus acólitos, claro, desmarcados del resto de políticos con esa etiqueta conveniente de la casta (nobleza moderna, para entendernos), y que tendría como único objetivo devolver el poder a quien siempre ha debido tenerlo, que no es otro que el pueblo.

Los peligros de la simplicidad de semejante discurso son evidentes, máxime teniendo en cuenta que el único argumento real a favor con el que cuenta esta organización es precisamente el hecho de que todavía no han sido puestos a prueba en funciones reales de gobierno o de mando, y no hay nada real que se les pueda reprochar. Pero eso es algo coyuntural, que en la próxima legislatura ya no podrán esgrimir, y además es un argumento peligroso, porque si Podemos quiere entrar de verdad en el juego político debería haber empezado por incorporarse a ese juego aceptando todas las reglas, y no solo las que le interesa. No se puede esperar presentarse a unas elecciones generales, donde se prevé un gran resultado por el voto de castigo a los grandes partidos (PP y PSOE), y pretender que se les vaya a tratar con una vara de medir diferente únicamente porque se autodeclaren ajenos a la casta, porque por mucho que se empeñen ninguno de ellos está por encima del bien y del mal. Y esta gente es demasiado inteligente, está demasiado preparada y se maneja demasiado bien en ciertos ambientes como para que vaya a creer semejante ingenuidad por su parte.

La mayor parte de las personas con las que he podido discutir sobre este asunto me han demostrado tener una fe bastante grande en Podemos, y en la capacidad de sus representantes para liderar un cambio que devuelva a España una cierta identidad perdida, la de su estado del bienestar, y recupere la preocupación por las clases sociales más desfavorecidas, así como la vuelta al orden de aquellos servicios que en los últimos años han sufrido penalidades vergonzosas, como la sanidad y la educación. En efecto, me he tomado la molestia de seguir con atención muchos de sus movimientos en prensa, radio y televisión y he constadado que los dirigentes de Podemos tienen una oratoria cargada de buenas intenciones, que veo lógico que conforme un discurso esperanzador para cierto sector progresista de la sociedad (el conservador, como bien demuestran sus voceros, los ven como una amenaza terrorista de corte venezolano, algo bastante trasnochado, a mi parecer). De ahí a que yo comparta la fe, sin embargo, hay un largo trecho al que no ayudan algunos tics de su flamante líder, como el tema del tic tac o de don Pantuflo pero sobre todo sus vacíos reales de mensaje en muchas de sus entrevistas.

Las urnas darán finalmente la razón a los votantes, como suele pasar, y entonces veremos cómo queda el mapa político de España, un mapa que en cualquier caso a mí me gustaría que fuera mucho más plural de lo que ha sido tradicionalmente, y por lo que celebro que tanto Podemos como Ciudadanos se hayan incorporado al primer plano político. Solo el hecho de que no haya mayorías absolutas, que los presupuestos y las leyes no se aprueben por el artículo 33 y haya necesidad de sentarse a negociar, a ceder por todas las partes, me parece algo positivo para la salud democrática de España. 

Sin embargo, el mayor reto para ambas formaciones no es contar con un líder más o menos joven, más o menos carismático o más o menos acompañado por gente competente, sino el modo en que comiencen a ejercer la política una vez alcanzada una posición de cierta fuerza. Tengo una gran curiosidad por el modo en que ambos, pero sobre todo Podemos, pueda realmente desmarcarse de los poderes fácticos de este país, fundamentalmente de naturaleza económica (y no tanto religiosa o militar, aunque también), y hacer una política independiente. Con perdón de todos mis amigos, y aun reconociendo que no sería la primera vez ni la última en que me equivoco con mis predicciones políticas, tengo serias dudas de que vaya a ser así.

El rostro del Ángel



El silencio rasgaba el eco de la noche profunda en la ciudad. Llegaban, atenuados, los sonidos de la vida nocturna, la memoria del día expirado, la pausa necesaria después de las horas de la luz y de la acción. Y yo, ajeno a todo y a todos, contemplaba atentamente el rostro del Ángel, que descansaba a mi lado envuelto en un halo de ensoñación y misterio.

Algunas horas antes, caminaba por la calle rodeado de personas sin rostro y sin corazón. No recordaba el tiempo que llevaba allí, pero hacía calor y tenía la garganta seca. El sol azotaba el perfil del asfalto, derretía el caucho y hacía crepitar los cristales de los edificios, donde otras personas sin rostro ni corazón daban fin a sus jornadas y observaban en silencio la escena. Bajé la mirada y ante mí tenía la estación, el humo y la gente, el reloj y el paso presto.

Un hombre con rostro y corazón bailaba para los demás, entonaba versos alegres y adornaba con su voz crepuscular la sonrisa erosionada de su relato. Me detuve a pocos metros de él. Llevaba un gorro azul, como de duende salido de una leyenda, y en sus ojos brillaba un arcano alimentado por la misma bebida que sostenía en su mano derecha. La gente a su alrededor lo ignoraba o esquivaba sin demasiado disimulo en su camino a la estación, el reloj y el paso presto, y el hombre suplicaba su atención, saltaba junto a ellos y hacía cabriolas con tan poca fortuna como sus bromas.

De pronto el duende se fijó en mí, clavó unas pupilas verdes como esmeraldas en mis ojos y sonrió como si acabara de reconocer a un antiguo amigo al que hacía años que no veía. Dio un salto hasta plantarse a escasos centímetros de mi rostro y solo hizo una pregunta, para después salir de nuevo en busca de nuevos mecenas para su viejo arte.

Tampoco yo sabía por qué estaba allí. Hacía calor y tenía la garganta seca. Sentía el corazón latir cada vez más despacio, como si cada latido resonara en el eco de alguna cueva lejana donde el sonido tenía pereza por llegar. Fue entonces cuando lo vi. Las personas sin rostro que se cruzaban entre sí lo dejaban ver a intervalos cortos, ahí de pie, serio, grave y hermoso como una escultura que el tiempo hubiera conservado en su gloria. 

El cabello caía a un lado de su rostro, negro y radiante como una noche de luna llena, la misma que brillaba en sus ojos oscuros, en ese mirar de simetría renacentista que me derretía y examinaba, que me alejaba y acercaba al mismo tiempo, mientras sus labios permanecían sellados por el beso de un tiempo remoto. Vestía de manera sencilla, como uno más de aquellas personas sin rostro ni corazón, pero a diferencia de ellos él poseía ambos, podía escuchar cómo latía su pecho incluso a aquella distancia que nos separaba, del mismo modo que podía sentir la frescura de aquella mirada que había hecho que el calor, la garganta y el reloj desaparecieran por completo.

Me acerqué, con los latidos lejanos de la cueva palpitando en mi interior por el miedo y la emoción, y sin pronunciar palabra comenzamos a caminar juntos. Nadie nos veía. No éramos nadie. El Ángel me mostraba ahora su perfil, alzaba la vista para señalar con ella su pasado escrito en aquella fachada derruida, en aquel colegio que le vio crecer, en aquel recuerdo en forma de transeúnte que no lo reconocía al pasar junto a nosotros. Yo escuchaba con total atención, hipnotizado. Su voz no nacía de sus labios pero me llegaba como un rumor de fuentes de plata, llenaba cada rincón de mi ser de una profunda ternura, del trémulo candor de la hoguera recién encendida. Y cada recuerdo suyo, cada memoria compartida pasaba a formar parte también de mi memoria, se instalaba allí impulsada por su voz y acunaba mis oídos con su eco latente.

Sentados uno frente al otro, seguí escuchando hablar al Ángel. Su historia era de una profunda e infinita tristeza, pero estaba contada con tanta dulzura que mis oídos entraban en pugna con mi mente acerca de si debía llorar o reír con ella. No podía entender cómo tanto sufrimiento podía encontrar una canalización tan hermosa, cómo podía haber tanta fortaleza en aquella mirada, tanta serenidad, tanto convencimiento en un futuro mejor. Mi admiración crecía conforme pasaban las horas y volaba la tarde y la noche descendía sobre nosotros, conforme las luces de la ciudad nacían del suelo al firmamento y no al revés, y aquel relato se prolongó hasta que solo quedó su recuerdo en mi mente, en aquella misma habitación en la que ya descansaba a la espera de un nuevo día, de la luz y de la acción.

Giré entonces la cabeza hacia el otro lado de la cama, ya con la memoria del día expirado, y allí estaba de nuevo aquel rostro. Dormía profundamente. Su mano estaba tan cerca de la mía que casi podía soñar con rozarla, con alcanzar esa perfección que se había dibujado ante mí horas antes. Deseaba poder llegar al corazón de aquel rostro, consolarlo y tratar de compensarle por todo el sufrimiento vivido, pero todo lo que podía hacer era contemplarlo en silencio.

No recuerdo cuándo me dormí. Solo sé que al despertar ya no estaba, aunque dejó un rastro de luna llena en la misma almohada que había alojado su rostro. Y ese rastro brillaba, con una fuerza solo comparable a la de su creador, y alimentó una sonrisa que hizo que el sonido dejara de ser perezoso en la cueva lejana.

Entonces me levanté, y comencé una nueva vida.


miércoles, 25 de marzo de 2015

Olas de arena



Busco a tientas las grietas del destino,
los ojos cegados por el dolor;
la luna pálida alumbra el albor
que hace cada paso del camino

suplicio de la memoria olvidada,
letanía de ritmo hondo y grave,
vuelo lento de emigrante ave
que ya remonta la cumbre nevada

del tiempo, que alza orgullosa sus alas
y me arrastra a horizontes de grandeza,
palacios de lujosas antesalas

que encierran monumento a tu belleza,
olas de arena en las profundas calas
de esa risa que se tornó en tristeza.
 

martes, 3 de marzo de 2015

Cine (43): El Francotirador



Clint Eastwood declaró con bastante sensatez hace unos años, en el estreno de aquel binomio sobre la Segunda Guerra Mundial compuesto por Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima (2006), que al conflicto bélico de Irak le quedaba todavía mucho tiempo para que el cine pudiera afrontarlo con un mínimo de objetividad. El que pasa por ser uno de los mejores directores norteamericanos de las últimas décadas establecía así un punto fundamental acerca de la relación entre la memoria y la Historia: el tiempo. Ni corto ni perezoso, al propio Eastwood le faltó tiempo para contradecirse y, en la película que nos ocupa, narrar las desventuras de Chris Kyle, apodado "La Leyenda" entre los soldados americanos por su extraordinaria facilidad para manejar el rifle de francotirador, y al que se le atribuyen cerca de 160 muertes en el conflicto más reciente de las guerras americanas.

El Francotirador está basada en un libro de memorias escrito por el propio Kyle, que también ejerció de productor de una película cuya sombra planea por todas partes, con todo lo que ello implica. Interpretado por un asombroso Bradley Cooper, la cinta va dando saltos temporales de la vida de Kyle entre los despliegues militares protagonizados por él, pasando por su infancia y una juventud marcada por una serie de atentados terroristas que son los que motivan, en último término, su entrada en los SEAL, la unidad de élite de las fuerzas especiales americanas. Estos despliegues y las tensas relaciones familiares son el núcleo duro de una película que se ha convertido, sin demasiado esfuerzo, en la más taquillera de 2014, y en el mayor éxito comercial como director de Eastwood.

Sin duda, el relato autobiográfico de Kyle y sus frecuentes charlas proporcionaron al guionista Jason Hall abundante material sobre el que documentarse. Así, las incursiones y, muy especialmente, los duelos con el francotirador del bando rival se convierten en lo mejor de la película, o quizá cabría matizar y definir como lo más interesante. La transformación del siempre elegante Cooper en todo un héroe de guerra aporta credibilidad, fuerza y solidez a una película que encuentra en él, su tensión emocional y esa mirada que siempre dice más de lo que parece, el mejor bastión posible. Lástima que el resto de elementos circundantes no esté a la altura.

Si por algo se ha caracterizado el mejor cine de Eastwood desde la magnífica Sin perdón (1992) es por el modo en que aborda las miserias humanas, al margen del contexto histórico en el que se ambienten. Lejos de los grandes espectáculos pirotécnicos a los que la mayor parte de sus colegas nos tienen acostumbrados en historias de corte similar, él optaba siempre por un enfoque intimista que convertía el corazón de sus personajes en el auténtico núcleo narrativo de sus películas, con cimas tan formidables como las que alcanzan en buena parte de su metraje los protagonistas de Mystic River (2003) o Million Dollar Baby (2004), para mí sus dos mejores trabajos como director.

Nada de eso encontramos en El Francotirador. Por mucho que Cooper borde su papel, la trama familiar se diluye en círculos repetitivos acerca de su doble responsabilidad como héroe patrio y cabeza de familia, papel que alegremente le asigna una Sienna Miller algo desnortada y que siempre llama en el momento menos oportuno. Es como si Eastwood nunca encontrara la tecla adecuada para hacer funcionar esa esencial columna sobre la que se asienta la historia, con unos diálogos flojos y escenas sin apenas tensión que, por lo demás, nos remiten de manera constante y agotadora a todos los tópicos ya consabidos sobre la dureza de los veteranos para reincorporarse a la vida civil tras haber contemplado los horrores de la guerra.

Respecto a la trama bélica, el hecho de que sea lo mejor de la cinta no nos conduce, ni de lejos, a la tensión y garra alcanzada por filmes netamente superiores tanto en el aspecto de enfrentamiento como en el de la intriga terrorista ,respectivamente, de En tierra hostil (2009) o La Noche más oscura (2012), ambas dirigidas por Kathyrin Bigelow. Así las cosas, la cinta transcurre entre las idas y venidas de un soldado incapaz de responder a sus dudas reales (las humanas, esas que asaltan al apuntar a un crío de 10 años), cuya trayectoria militar queda reducida a una hagiografía complaciente con esa visión, perversa, de que los Estados Unidos son por derecho divino los árbitros morales de cualquier disensión internacional, o de que así además protegen sus fronteras y por ello se justifican sus tropelías disfrazadas de cruzada democrática.

Alargada en exceso, con algunas escenas dignas de olvido y otras tan bochornosas como el enfrentamiento final entre los francotiradores, y con una trama donde parece que todo el peso de la contienda cae en las espaldas de ese Atlas en que termina convirtiéndose el personaje de Kyle, El Francotirador navega en territorio indefinido entre la épica militar más partidista y un anodino relato familiar de sobremesa, recreándose en momentos excesivamente violentos pero sin molestarse en aclarar algunos de los puntos más interesantes de la trama, como los motivos de un desenlace algo abrupto y mal resuelto para alguien a quien, como Clint Eastwood, se le presupone más nivel para esta clase de retos. Alguien capaz de firmar cintas tan impresionantes como las ya mencionadas no puede permitir que su filmografía se despida con mediocridades como esta o Jersey Boys (2014). Lástima de Gran Torino (2008), que para mí sigue siendo (o debería haber sido) su verdadero canto de cisne dentro de la profesión, y no esta americanada para mayor loor y gloria de un soldado que  parece que ganó la guerra él solito con la única ayuda del objetivo (y perdón por el chiste fácil) de Clint Eastwood.