jueves, 20 de junio de 2013

El libro del mes: El anarquista que se llamaba como yo.


Una de las grandes preocupaciones de la narrativa española de los últimos cien años ha sido reconstruir,  reivindicar e interpretar la memoria de un tiempo que ha sufrido golpes de estado, guerras civiles, dictaduras y crisis de una profunda trascendencia para todos y cada uno de sus ciudadanos. Cada uno de los acontecimientos clave del siglo XX ha traído consigo cambios traumáticos, aunque dichos procesos no hayan incluido transformaciones en unas estructuras de poder que, con mayor o menor fortuna, se han anclado en privilegios de clase con los que continúan dominando el panorama de un país que, una y otra vez, da pasos muy tímidos hacia el progreso para después retroceder con una premura asombrosa.

En líneas muy generales, la literatura ha optado por hacerse eco de esta realidad desde tres enfoques bien diferentes. Hay autores y novelas, como Dulce Chacón y La voz dormida o Josefina Aldecoa con Historia de una maestra, que han escogido el camino de una memoria nostálgica que recupera un pasado desde la visión épica e idealizada de las víctimas, que sirve de homenaje a los miles de hombres y mujeres que cayeron por un conflicto que otros decidieron por ellos. Otros, como Carlos Fonseca y 13 rosas rojas o Javier Cercas y Soldados de Salamina, optan por una memoria de la investigación, donde una figura del presente trata de recuperar los testimonios de aquellos testigos de un tiempo que está a punto de perderse, y cuyo recuerdo se vuelve fundamental para reconstruir los hechos y poder interpretarlos a la luz de los nuevos tiempos. Una tercera vía, compuesta por obras como Los disparos del cazador de Rafael Chirbes o La higuera, de Ramiro Pinilla, conforma una memoria crítica con el tiempo pasado, que se distancia emocionalmente de los hechos narrados gracias a una serie de recursos que obligan al lector a ser él mismo lector e intérprete, cuestionando narración y personajes a partes iguales y alejándose por completo de apologías de ninguna clase.

El anarquista que se llamaba como yo, de Pablo Martín Sánchez, plantea un problema de enorme complejidad a la hora de clasifica una novela que toma elementos de las tres vías anteriormente citadas. El juego de espejos que el autor pone con el personaje real de idéntico nombre, así como la dicotomía entre la ficción literaria y una realidad "real", como diría el propio Javier Cercas, permiten que la novela transcurra en un terreno decididamente ambiguo e indefinido donde la prosa del escritor se desliza de forma precisa, fluida y contundente cuando es necesario.

La novela desarrolla dos tramas paralelas, la historia cruzada de la infancia y juventud del protagonista y el relato, ya en una etapa de madurez, de su incursión fronteriza en el apogeo de la dictadura de Primo de Rivera. Esto permite que el lector vaya completando la educación sentimental e ideológica del personaje a un tiempo presente marcado por el fatum que introducen las numerosas citas al comienzo de cada capítulo, una suerte de extractos documentales que actuarían a modo de memoria de la investigación. Y si la trama de infancia y juventud se va cargando de elementos nostálgicos, de homenaje a una concepción del anarquismo como bandera y emblema de una libertad frente a un poder tiránico e injusto, la trama del presente acumula elementos críticos en su estructura y narración para hacer de la novela un caleidoscopio de memorias en conjunción. Tres textos, tres memorias, tres ópticas que el lector intercambia, como las lentes de un catalejo que apunta a un episodio de la historia, el juicio contra los supuestos autores de los incidentes en Vera de Bidasoa de 1924, que ya en su propio tiempo fue motivo de debate social, de escándalo y de rebeldía.

Es evidente que el autor conoce muy bien el tema que trata, así como los recursos para extraer del episodio real todo su potencial narrativo. Los puntos de giro de la trama están resueltos con oficio y buen hacer narrativo, en especial en un último tramo donde se percibe con claridad la comodidad del autor con un texto que ha ido creciendo en sus manos hasta escapar de ellas. Las limitaciones propias del relato histórico no suponen freno alguno a su inventiva, como no supone tampoco ningún desdoro la galería de personajes que desfila por unas páginas llenas de diálogos con sabor a realidad. Y esto es un aspecto especialmente destacable, ya que en buena parte de la narrativa de la memoria este tipo de limitaciones supone un freno a la credibilidad del relato.

La novela reconstruye una serie de hechos fundamentales en la historia de España, como la semana trágica de Barcelona o el desarrollo del anarquismo tras el golpe de Primo de Rivera, que han sido muy poco tratados en general por una literatura que suele tomar como punto de referencia o "año cero" la guerra civil. En ese sentido y, gracias también a la originalidad y frescura de su voz narrativa, esta obra constituye un soplo de aire renovador para una literatura con tendencia al estancamiento y al conformismo de relatos, por lo general, autocomplacientes y maniqueos donde todo se reduce a una confrontación de héroes y malvados. Por todo ello, la heterogeneidad, calidad literaria y atrevimiento en un tema inusual, casi tabú en nuestra literatura y en especial en la literatura de la memoria, hacen que El anarquista que se llamaba como yo se convierta en lectura de obligado cumplimiento, no solo para los interesados en la literatura de la memoria, que también, sino para todo el que quiera descubrir a un autor con tanto talento como porvenir en la narrativa española contemporánea.

No hay comentarios: