lunes, 29 de octubre de 2012

Buenos tiempos para la lírica


Imagino que en el ámbito de la música a muchos nos suele ocurrir que atravesamos una época inicial, de formación de gustos, en la que se establecen no pocos de esos artistas o grupos que nos marcarán de un modo profundo. A mí me ocurrió con Oasis, U2 y tantos otros, como antes les ocurriría a otros con los Beatles, los Rolling o Queen, por poner solo algunos ejemplos. Es cierto que luego seguimos atentos a las novedades, a esas nuevas canciones que suenan más o menos en la radio (o donde sea que se escuchen ahora mismo, dada la afluencia de dispositivos destinados a tal fin), pero de algún modo nuestros gustos ya están formados y tendemos a aferrarnos a ellos. Al cabo de un tiempo, y salvo honrosas excepciones, nos volvemos casi impermeables musicalmente, como si tuviéramos una especie de capa de elefante que nos hiciera ajenos a todo lo que no sea "lo nuestro", que es básicamente nuestra vara de medir para todo lo demás en cuanto a calidad, transmisión de emociones, etc.

Menos mal que, de cuando en cuando, aparece alguien dispuesto a llevarnos la contraria y a obligarnos a replantearnos nuestro particular panteón. Hace poco escuché una canción que me cautivó como hacía tiempo que no me ocurría. Por un momento pensé que The Police se había reunido de nuevo, porque la voz me recordaba en su falsete a Sting y la música tenía ese aire reggae tranquilo y ameno de sus primeros éxitos. Sin embargo, nada de eso: Sting sigue vendiendo el mismo disco de grandes éxitos que lleva reeditando desde hace décadas, y el artista en cuestión se llama Gotye, y el tema Somebody that I used to know, perteneciente a su disco Making Mirrors.

Dejando a un lado los parecidos (vocales) razonables, la canción me llamó la atención por el enorme contraste entre el fondo (una ruptura traumática detallada de un modo crudo y descarnado) y la forma, que ya digo evoca melodías de otro tiempo, suaves y relajantes. Es un tema que se toma su tiempo, al margen de modas y sintetizadores, que tarda más de un minuto y medio en entrar en el estribillo y que, cuando lo hace, solo lo suelta para introducir la estupenda voz de Kimbra, la vocalista que comparte dueto con Wally de Backer. 

Making mirrors es, por suerte, mucho más que ese tema. Lejos de esa molesta tendencia de acumular canciones de relleno en torno a uno o dos grandes sencillos, se trata de un disco con una gran coherencia, que suma enteros conforme avanza y que, al margen de sus canciones emblema (Eyes wide open suena fenomenal, con garra y ritmo pegadizo), contiene joyas como I feel better, en una onda sesentera de lo más fluido, o In your light, la gran tapada del disco, que tiene en su controlada anarquía y su contagiosa alegría el secreto de su éxito. Todo un descubrimiento.

En otro ámbito muy distinto al ofrecido por Gotye, me ha sorprendido muy gratamente la irrupción de Emeli Sandé. Después de haber colaborado con artistas como Alicia Keys en calidad de compositora, su disco Our version of events se destapa casi como una colección de grandes éxitos, amparados en una voz poderosa que se sobrepone a una producción cuidada e inteligente. Ya desde su tema inicial, Heaven, Sandé deja bien claro que su intención es arrollar sin complejos de ninguna clase, apoyada en bases sólidas y estribillos muy apropiados para un estudiado y nada arrogante lucimiento. Puede que la balada My kind of love se alce con el clímax del disco por la calidez con que Sandé se emplea, pero temas como Mountains, Daddy, Next to me o, muy especialmente el tema que cierra el disco, Read all about it, seguro que son capaces por sí solos de aportar suficientes razones como para justificar la compra del disco.

A pesar de las múltiples diferencias de enfoque y tratamiento, tanto Gotye como Sandé tienen en común algo poco habitual en el mercado contemporáneo, que no tiene que ver con una imagen cuidada, vídeos rompedores o una estrafalaria vestimenta que atraiga nichos de mercado minoritarios: se trata de algo tan sencillo como hacer hincapié en la música, en cuidar cada detalle de cada letra, cada tono de cada canción o incluso el acabado del disco en sí (atención a la edición especial de Making mirrors, que no tiene desperdicio). Quizá por eso me parezcan dos auténticas rarezas, en estos tiempos de grandes ausencias y de falta de referentes musicales de verdad, que a mi juicio sí había en pasadas décadas. (O igual es que, como decía al principio, me estoy haciendo ya mayor para esto y la piel de elefante no me deja ver más allá de la trompa: se admiten sugerencias).



viernes, 26 de octubre de 2012

El crepúsculo de los dioses (del engaño)


Se ha conocido hace unos días una sanción de la Unión Ciclista Internacional, a instancias del organismo americano más importante del ciclismo (la USADA), que castiga de una manera inédita en la historia del deporte al que, hasta la fecha, era uno de sus máximos exponentes: Lance Armstrong, el hombre que se recuperó de un terrible cáncer para después convertirse en el máximo campeón del tour de Francia, con unos increíbles siete triunfos consecutivos (1999-2005), ha sido despojado de todos sus títulos por haberse demostrado que siguió un complejo y meticuloso plan de dopaje que implicaba a cientos de corredores, médicos y patrocinadores. La UCI, en una rueda de prensa bastante lamentable, llegó a afirmar que Armstrong había sido "borrado de la historia" y que ahora se abría "una nueva era" de limpieza y transparencia en la historia del ciclismo.

Supongo que ahora resulta sencillo subirse al carro de los escépticos y proclamar aquello de "yo ya lo sabía", "era imposible que alguien ganara tanto y tantas veces seguidas", etc. A mí siempre me pareció extraño, e incluso hasta cierto punto ventajoso, que una persona como Armstrong tuviera trato de favor en los controles por los medicamentos derivados de su tratamiento contra el cáncer, y que ganara siete tours seguidos me sonaba excesivamente glorioso para ser verdad. En cualquier caso, digo que la rueda de prensa de la UCI me pareció lamentable porque esa cantinela de la transparencia llevamos ya escuchándola décadas. Lo cierto es que, por desgracia, en el caso del ciclismo a mí me quedaba ya muy poca ilusión tras la sucesión de escándalos que llegó a finales de los noventa, justo cuando (casualmente) surgió la estrella ascendente de Armstrong para eclipsarlo todo.

Yo me aficioné a este deporte viendo con mi padre aquellas etapas del Tour del primer lustro de los 90, aquel en el que Miguel Induráin igualó el récord de cinco victorias en la ronda francesa que hasta entonces ostentaban Hinault, Merckx y Anquetil, añadiendo el plus de que lo hacía de forma consecutiva (1991-1995). Me parecía espectacular ver cómo Induráin ascendía aquellos puertos, sufriendo pero venciendo y convenciendo a todos sus rivales, que lo respetaban como jamás ha vuelto a ocurrir con un gran campeón posterior. Induráin era un ejemplo para todos de discreción, de sinceridad y sencillez que dejaba atónitos a propios y extraños, en un deporte tan dado al ego y a la megalomanía como el ciclismo, y quizá por todo ello no tuvo ninguna dificultad en ganarse el corazón de todos los españoles y parte del extranjero, que admiraban tantísimas virtudes como no podía ser de otra forma. Por todo ello, mi decepción llegó con más dureza justo al año siguiente de su último triunfo en Francia, en 1996, año de la victoria de Bjarne Riis (que luego confesó haberse dopado aquel año), ya que la prensa internacional y nacional se dedicó a machacar a Induráin por ser incapaz de conseguir el sexto triunfo. Siempre recordaré aquello como uno de los tratos más injustos y lamentables, especialmente viniendo de nuestro país, donde le llegaron a reprochar hasta no haberse proclamado vencedor de la nada prestigiosa Vuelta a España, porque gente como Induráin aparece en nuestro deporte en contadísimas ocasiones y denostarlo es únicamente una muestra más de la mala memoria, ingratitud y paletismo de la que hace gala este país en cuanto tiene ocasión.

Poco después de la retirada de Induráin estalló el escándalo de Marco Pantani, "el pirata", el campeón de la edición de 1998 que apareció muerto en la habitación de su hotel con todos los indicios de una sobredosis. Su victoria en el Tour quedó en entredicho, al demostrarse que se había dopado. Y luego vino el caso Festina, y la operación Puerto, en los que decenas de grandísimos corredores, como Alex Zulle o Richard Virenque, fueron hallados culpables de doparse. La muerte del Chava Jiménez, la otra gran esperanza española, involucrado también en temas de dopping, fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia y me llevó a desentenderme por completo de aquel deporte que llegué a ver infectado hasta la médula de una terrible epidemia de mentiras, drogas e ilusiones. Qué lejos me quedó el mito aquel del deportista que ascendía esos impresionantes puertos de montaña basándose únicamente en el esfuerzo de su pedalada. 

Tantos años después, las revelaciones de Armstrong y su trama de dopaje no deberían sorprender a nadie, con semejantes antecedentes. A mí desde luego no me sorprenden en absoluto. Es simplemente la confirmación de que el mundo del ciclismo se basa en el engaño permanente, en autotransfusiones de sangre y en buscar a escondidas la estrategia para que no se descubra un pastel que huele, de tan rancio, a podrido. No sé si Contador está también metido en este universo, (espero que no), pero desde luego yo de él me olvidaría de alcanzar glorias como las de Armstrong y me dedicaría a otra cosa. No merece la pena.

Para mí el ciclismo terminó aquel día que Induráin ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atlanta. Verlo ahí, ya con su carrera a punto de terminar, subido en lo más alto del podio y con una inmensa sonrisa de felicidad, fue para mí la más dulce de las venganzas contra todos aquellos que lo cuestionaron solo unas semanas antes y llegaron a tacharlo de inútil (qué vergüenza). Hay quien asegura que la historia de este deporte hace sospechosos a todos sus campeones, sin excepción, y que el dopaje no lo ha inventado Armstrong. Puede que sea verdad, y que como dijo aquel corredor cuyo nombre nunca recuerdo, "a ver si alguien se cree de verdad que nos hacemos el Giro, el Tour y la Vuelta comiendo solo macarrones", pero una parte de mí quiere creer que el mito de Induráin, como el de Anquetil, Merckx o Hinault son intocables. Lo contrario sería una decepción difícilmente explicable, algo que no se puede decir del caso Armstrong, al que más le valdría desaparecer de verdad. Muy posiblemente sus lamentables acciones hayan hundido el escaso prestigio de este deporte hasta límites irrecuperables, y es por eso por lo que, más que por todo lo demás, se le guardará un resentimiento especial.

Ojalá algún día el ciclismo recupere la senda que nunca debió abandonar, aunque para ello deje de batir marcas y récords de velocidad que, sinceramente, no importan nada. Ojalá algún día vuelvan los grandes campeones y podamos olvidar, de verdad, que todo esto no fue más que el crepúsculo de los dioses del dopaje y el engaño.

P.D: (Actualización del 19 de enero de 2013: Armstrong acaba de conceder una entrevista a Oprah Winfrey en la que confiesa que todas las acusaciones sobre su dopaje son ciertas: consumió EPO, se administró autotransfusiones de sangre durante sus carreras y todas y cada una de sus victorias entre el periodo 1999-2005 están condicionadas por el consumo de sustancias prohibidas. Reconoce haber ganado los siete Tours con trampas al más alto nivel de sofisticación y afirma, en el colmo de su arrogancia, que él no inventó el sistema del dopaje y que es injusto que ahora se ceben con él condenándole de por vida a no practicar deporte de competición (pobrecito mío). Por supuesto, y por mucho que dice "I'm sorry", no se le ve arrepentido en absoluto. Hasta ahí podíamos llegar).

lunes, 22 de octubre de 2012

Alguien a quien solía conocer



Era ya bien entrada la madrugada cuando arranqué el coche, en medio de esa ciudad que aparentaba dormir y que desmentía el rumor lejano a fiesta de los bares y discotecas. Puse el contacto en marcha y pronto esas mismas calles comenzaron a adquirir movimiento hasta que, poco a poco, dejaron paso a avenidas cada vez más amplias y finalmente, a la autopista que me llevaba al fin lejos del bullicio del neón.

Después de una noche de tantos pensamientos encontrados, imagino que a esas alturas ya no tenía ni ganas de pensar en nada. Únicamente algunas imágenes sueltas, ecos de ese pasado reciente que acababa de incorporar a mis recuerdos, volvían a mi mente como fogonazos en la oscuridad de la carretera. Me veía sentado de nuevo en aquellos bancos eclesiásticos, tratando de descifrar las inscripciones en latín mientras uno de mis grandes amigos de la adolescencia daba el sí quiero a su futura esposa. Me veía transportado de allí a otras calles, las de París, por las que los dos caminamos  hace más de quince años mientras comentábamos entusiasmados las últimas novedades de los videojuegos, que han sido siempre con el fútbol nuestra gran afición compartida, y de ahí otro salto a  otra época, compartiendo glorias futboleras y fiestas un fin de semana sí y otro también.

Traté de centrarme en la carretera, para evitar perderme con tanto recuerdo, pero me era imposible. Volvía de nuevo a la boda, y a la entrada de los novios en el banquete bajo una solemne marcha galáctica y un bosque de espadas láser, guiño a otra de esas grandes aficiones que nos vio alguna que otra vez entrando en un cine a espadazo limpio. Volvían también esas canciones que inundaron nuestros oídos a altas horas de una noche como aquella, esas mismas que entonces nos sonaban a música celestial y que ahora eran simplemente bochorno embutido en tres minutos y veinte segundos. Volvía también algún que otro desencuentro, fruto de ese roce tan intenso que es la amistad cuando lo más preciado son los amigos, pero sobre todo alegrías, muchas risas compartidas a lo largo de tantos años y una enorme complicidad, casi de hermanos, fruto de todos aquellos recuerdos en común.

Ya estaba cerca de casa. No tardaría en acostarme, como haría él (seguramente más tarde) en compañía de una persona con la que se había comprometido ante los hombres y ante su dios, ante todos aquellos que allí estábamos para darle la enhorabuena y desearle lo mejor para ese futuro que comenzaba ya mismo, tan caprichoso como siempre esto del tiempo. Había vuelto a encontrarme con mucha gente a la que hacía demasiado que no veía, y eso hace que los cambios se perciban mejor, más nítidos. De pronto, me asombraba a mí mismo echando la vista atrás cinco, diez, quince años, una sensación que en cierto modo es nueva para mí, la de tener tanto pasado que recordar como futuro que prever. 

Y debo reconocer que me agobió la idea, mientras hacía girar la llave en la puerta. No sé si será por la crisis propia de mi edad, esa en la que la gente suele contraer matrimonio, por el conjunto de las emociones y reflexiones sobre la amistad o quizá el paso del tiempo o simplemente el cansancio propio de aquellas horas, pero en cualquier caso me entró un soberano dolor de cabeza que tuve que combatir con agua y aspirina, mientras la niebla se apoderaba del exterior. 

Debió ser poco antes de dormirme cuando recordé esa última imagen que define por qué siempre Alex me ha inspirado una profunda amistad, y que refleja tan bien como ninguna otra su carácter afable, dispuesto siempre a combatir el dolor más profundo con la más abierta de las sonrisas. Fue al poco de volver de aquel viaje de París que nos hizo amigos, una tarde de vacaciones luminosa y limpia como solo cabe en los recuerdos. Alex acababa de caerse de una manera espectacular, tropezando con un balón en un campo de tierra de fútbol once, donde solo jugábamos él y yo a la espera de otros amigos que finalmente no llegarían. Hizo un gesto tratando de emular a la estrella de turno, resbaló y cayó al suelo de la manera más cómica (y dolorosa) que he presenciado en mi vida. Recuerdo haber ido a ayudarle a levantarse, preocupado por su salud, y encontrarlo a él con la sonrisa más espontánea, alegre y sentida que he visto nunca. Recuerdo haberme reído con él a carcajada limpia, y sentir que de pronto todos los problemas y preocupaciones del mundo parecían más pequeños, más insignificantes, una sensación que volví a tener aquella noche en que lo vi dar su primer baile de pareja, con esa misma sonrisa que ahora transmitía a una persona en especial, y por la que cualquiera debería sentirse agradecido y afortunado.



domingo, 14 de octubre de 2012

Los otros Zeldas (parte 1)




Los que hayan leído este blog alguna vez sabrán de mi pasión por los videojuegos, y en especial por el que considero el más importante de este sector, Zelda: Ocarina of Time. Varios han sido los lectores que, sin embargo, me han recriminado de maneras más o menos sutiles y/o educadas el hecho de no haberme ocupado de otros juegos de esta misma franquicia, que consideran en algunos casos iguales o superiores al que es sin lugar a dudas, mi título preferido. En cualquier caso, acepto el desafío de hacer mención lo más detallada posible de todos ellos y de los motivos por los que considero que no están a la altura de lo que supuso, en su momento, Ocarina of Time

Vaya por delante que, salvo honrosas excepciones, todos estos juegos son referentes ineludibles de sus respectivos sistemas, seguramente la cumbre de casi todos ellos. No hay mejor título, ni más completo, ni más largo o divertido que un Zelda, como regla general. Ahora bien, aunque todos ellos poseen un nivel medio de calidad sobresaliente, no todos han contribuido de la misma forma a la grandeza de esta saga, una de las más importantes de la historia de esta industria. Hay que recordar que Ocarina of Time supuso la primera entrega en tres dimensiones, y que todo ello implicó reimaginar por completo un mundo que, en posteriores juegos, se fue reelaborando a partir de aquella base con mayor o menor fortuna, entre otras cosas por la grandeza del legado recibido. Evidentemente Ocarina of Time ha sido superado a nivel técnico (solo faltaba) y jugable, pero en mi opinión las entregas siguientes no han podido igualar su perfecto equilibrio de historia, desarrollo y jugabilidad, todo un hito en su tiempo.

El error consiste, en mi opinión, en ver un juego como un producto tecnológico sujeto a los vaivenes del tiempo. El aporte de OoT a la saga va mucho más allá de que en su momento sorprendiera técnicamente, que lo hizo, sino que sentó unas bases temáticas esenciales, con toda una cosmogonía fundacional en la que se asienta todo lo que vendría después. Cuenta el origen del mundo y, además, narra la historia más interesante, más entrañable, más divertida y completa de todas las que se han ido reformulando con el tiempo. Más aún, la constitución del sistema de templos quedó asentada definitivamente, con algunos de los diseños más espectaculares concebidos jamás para un videojuego, y esto es algo que tampoco se ha superado. En cualquier caso, insisto en que para mí la gran virtud es de tipo narrativo: en 1998 la estructura de la historia de Zelda tenía aún posibilidades de ser ampliada, como así fue, y esto es algo que los críticos de Skyward Sword, en 2011, vimos como un camino mucho más agotado y repetitivo, que está pidiendo a gritos una urgente renovación.

Me gustaría que constara que hablo desde el conocimiento y el aprecio sincero por todos estos juegos, algo que quizá alguno de mis lectores no tuvo en cuenta antes de su respetado reproche. Mi deseo, y me consta que el de muchos jugones, es que llegue el día en que aparezca un Zelda que deje en pañales al mito del ya lejano 1998, pero lo cierto es que ese día todavía no ha llegado. La conversión para la 3DS del año pasado demostró que la vigencia de este clásico está lejos de ser superada, y aunque haya habido intentos más que loables, de momento seguimos a la espera.

En cualquier caso, y como no es una tarea fácil ocuparme de quince juegos en una sola entrada, dividiré en dos apartados (sobremesa y portátiles) las diferentes entregas de una saga que, con diferencia y por encima de cualquier otra, se lo merece. Iré por orden cronológico de aparición para una mayor claridad.


1.- The legend of Zelda (NES, 1986)

La primera de las iteraciones de la franquicia tuvo lugar en los tiempos cretácicos del videojuego. El por entonces ya famoso Shigeru Miyamoto cumplió su sueño de proyectar sus juegos de la infancia en los bosques y cuevas cercanos a su aldea natal con este juego de rol que aportó una serie de novedades fundamentales para el sector: en primer lugar, esta aventura en perspectiva cenital estaba plagada de bosques y mazmorras, que el jugador superaba con objetos y un arsenal de lo más completo que podía alternar con la omnipresente espada. Por otro lado, permitía guardar partida, algo muy de agradecer en tiempos en los que esto se hacía con códigos que permitían acceso a los diferentes niveles, y otorgaba al jugador la sensación (real) de que su partida progresaba de manera única. Todo un acierto. Revolucionario para su época, ahora está disponible en la tienda online de 3DS, pero me cuesta creer que haya gente capaz de enfrentarse a él como hace veinticinco años. Su envejecido aspecto gráfico y su monótono desarrollo no ayudan, desde luego.


2.- The adventure of Link (NES, 1987)

Con diferencia, uno de los peores juegos de toda la saga. No se sabe por qué, Nintendo decidió convertir el juego en una aventura de acción con desarrollo lateral, que limitaba casi al completo las posibilidades de exploración. Soso y aburrido hasta decir basta, con unos gráficos lamentables y por mucho que incorporara la presencia del Link oscuro, que en Ocarina of Time alcanzó su cenit con aquella memorable lucha en el lago de las ilusiones, a este juego sencillamente no hay por dónde cogerlo. Un completo desastre que, por fortuna, no tuvo continuidad de ninguna clase. 


3.- A link to the past (Super NES, 1992)

Para muchos (ancianos) jugones, se trata del mejor juego de toda la franquicia y uno de los clásicos de todos los tiempos. Nintendo aprendió de sus errores, y el equipo de desarrollo retomó todas las virtudes del primero, pero con la (por entonces) enorme potencia de la Super Nintendo, con todo lo que ello implica en la paleta de colores, efectos visuales, etc. Bien, tras jugarlo al 100% en una conversión que se hizo para Game Boy advanced, debo reconocer que se trata de un juego largo y muy completo, todo un lujo para su época. Aquí aparece por primera vez la ocarina, el gancho y muchos utensilios que luego repetirían en Ocarina of Time, así como algunas razas, melodías y efectos de sonido que ya son todo un clásico de la saga. Sin embargo, creo que el recurso del mundo oscuro y el mundo luminoso es demasiado fácil a la hora de programar un juego. La estructura es totalmente lineal, con caminos extremadamente marcados y áreas que en cuanto las abandonas vuelven a repoblarse de los mismos enemigos, como si nunca hubieras pasado por ellas. El uso de la ocarina es meramente anecdótico, y lo único que de verdad agradecí fue la exploración de la búsqueda de corazones, otro de los clásicos de la saga. Aparte de eso no hay misiones secundarias, ni personajes con los que conversar, ni nada de nada, con una única ciudad central que en realidad es un castillo y poco más. A link to the past es un gran juego, de eso no hay duda, pero a mi juicio lastrado por un apartado técnico muy limitado y un desarrollo en el que la única gracia está en encontrar la entrada de la siguiente mazmorra porque carece de vida y de personajes secundarios, y que quizá por todo ello no invita demasiado a jugarlo de nuevo una vez terminado.



4.- Majora's Mask (Nintendo 64, 2000)

Para sorpresa de todos, Nintendo lanzó una secuela de Ocarina of Time en los estertores de su gran N64, y menudo juegazo. Empleando el mismo motor gráfico y a no pocos personajes de su ilustre antecesor, se trata de una especie de cajón de sastre donde entró todo aquello que no pudo en el anterior, con las máscaras como elemento principal. Gracias a tres de ellas (la máscara Deku, la Goron y la Zora), Link podía transformarse en cada una de esas razas, con sus habilidades y movimientos propios que le permitían acceder a áreas de otro modo imposibles. El juego, dividido en una maravillosa ciudad central y cuatro grandes áreas (bosque, montaña, playa y nieve), nos obliga a viajar en el tiempo una y otra vez recolectando diferentes máscaras y superando mazmorras para evitar que una inquietante y sobrecogedora luna se estrelle contra la Tierra, posponiendo un enfrentamiento final con un malo, la Máscara de Majora, sencillamente antológico. Al margen de las docenas de personajes secundarios, cada uno con su historia y con sus misiones alternativas, poder contemplar el océano mientras lo surcamos convertidos en Zora, rodar por la nieve o combatir contra los espectros de la luz son algunos de los momentos mágicos de este juego, que tienen en el múltiple enfrentamiento final, con ese fascinante árbol de los deseos perdidos, una cumbre colosal. A mi juicio, se trata de una obra maestra que rebosa calidad a cada paso y que lleva años pidiendo a gritos una revisión (ojalá en 3DS, siguiendo la estela una vez más de Ocarina of Time, al que completa de un modo maravilloso en todos los sentidos).

P.d: Hay que recalcar que este es el primero de los Zeldas que no fue dirigido y supervisado de cerca por Miyamoto, que a partir de Ocarina of time había dejado las riendas de la saga en Eiji Anouma, responsable de diseño de las mazmorras de OoT y segundo al mando hasta la fecha. 



5.- The Wind Waker (Nintendo Gamecube, 2002)

El estreno de la saga en la malograda Gamecube no pudo ser más desafortunado. Los fans, después de haber visto en el Nintendo SpaceWorld de 2000 una demostración técnica que enfrentaba a un Link y un Ganon recreados con un realismo escalofriante, tuvimos que "conformarnos" con esta especie de broma estética tipo cartoon que enmascaraba un juego con momentos sublimes y otros soporíferos. Antes de nada, hay que aclarar que Wind Waker fue la razón por la que me compré la Gamecube, y he de reconocer que de no ser por otras joyas como Metroid Prime, Resident Evil 4 o Soul Calibur II, me habría arrepentido  (y mucho). No es que WW sea un mal juego, por supuesto. Tiene momentos muy divertidos, técnicamente es una pasada y una vez que uno se acostumbra a la particular estética, todo termina teniendo una extraña coherencia visual. El arranque es tierno y acertado, con una música que, en mi opinión, es una de las mejores de toda la saga, y cuando nos echamos por primera vez al mar la sensación de libertad es impresionante. Ahora bien, el problema fundamental de WW es que navegar termina convirtiéndose en una actividad tediosa y repetitiva, sobre todo cuando nos damos cuenta de que el presunto océano es un conjunto de cuadrados simétricos muy bien disimulados, donde apenas hay dos o tres islas (como lo oyen) en las que desembarcar para hacer algo que no sea, de nuevo, entrar en las dichosas mazmorras. Lo peor de WW es que todo lo bueno que tiene son ecos, en mayor o menor medida, de ese Ocarina of Time cuya sombra planea demasiado sobre él, y que su bajonazo final no tiene perdón de Dios. Una pena, porque combina luces prodigiosas, como su banda sonora o ciertos detalles, con un desarrollo plomizo que invita más a la siesta que a la épica.


6.- Twilight Princess (Nintendo Gamecube / Wii, 2006)

La fatalidad continuó persiguiendo a la saga con su siguiente entrega, que tuvo la desgracia de aparecer justo en el momento en que la Gamecube moría y nacía su heredera, la exitosa Wii. Nintendo había desarrollado el juego para la primera de ellas, pero los directivos de la compañía pensaron que qué mejor que estrenar la nueva consola con todo un Zelda por bandera, algo inédito en su historia. Esto supuso varios cambios importantes: para empezar, las dos versiones son idénticas en el apartado técnico, lo cual dice o bien que Gamecube es un prodigio o que Wii no mejoraba demasiado a su consola anterior, por decirlo de un modo suave. Por lo demás, en la versión de Gamecube Link es zurdo, como siempre; sin embargo, en Wii tenían el problema de que la mayor parte de usuarios es diestra, y dado que el juego aquí tendría que ser compatible con el sistema de detección de movimientos que la consola esgrimía como buque insignia, debieron "invertir" todo el juego como en un modo espejo, por lo que todo aparece cambiado respecto a la versión de su hermana menor.

En cualquier caso, centrándonos en el juego en sí, hay que decir dos cosas. Si lo valoramos como juego de Gamecube, estamos ante un gran juego, que explota su consola al límite y que, por fin, devuelve a la saga la estética que nunca debió abandonar. Todo es de un realismo fantástico que enamora, y está cuidado al detalle. La ciudad de Hyrule nunca ha lucido ni mejor ni con más vida, cabalgar con Epona es una delicia y la posibilidad de pelear a caballo permite alcanzar cotas inéditas de diversión, pero a partir de aquí todo lo demás me resulta más problemático. El juego carece de una personalidad definida, y se mueve en un terreno insulso en prácticamente todo su desarrollo, con esas interminables praderas por las que uno se termina aburriendo de cabalgar. Los templos, en otro tiempo de la saga uno de sus grandes puntos, aquí no aportan nada que no se hubiera ya visto en los anteriores juegos, y aunque hay algún que otro malo final digno de recordar, no terminan tampoco de ser tan acertados como los de OoT. Por si fuera poco, el arsenal de Link es tan extenso como poco aprovechado, lo cual confunde a un jugador que se ve obligado a ver ciertos escenarios, como el lago Hylia o el desierto Gerudo, que sinceramente tenían más encanto en 64 bits. En cuanto al lobo, su transformación y el mundo oscuro en que se desenvuelve, en mi opinión se trata de un error notable en el que no se debería haber incurrido, máxime si se tiene en cuenta que es su principal reclamo. Una lástima.

Dicho todo esto, el juego ofrece momentos épicos, y tiene un enfrentamiento final que considero el mejor de toda la saga. Ver a Ganon en su forma bestial o luchar contra la mismísima princesa Zelda oscura es algo que solo Twilight Princess ofrece, y solo por eso y algún que otro momento muy logrado merece la pena darle una oportunidad (en Gamecube, insisto). Y es que más dudas me ofrece la versión de Wii, con un control nada logrado en el que cualquier movimiento que hagamos obliga a Link a hacer ataques estándar, sin que tengamos la sensación de ser él en ningún momento del juego. Una lástima.


7.- Skyward Sword (Nintendo Wii, 2011)

Aunque ya me ocupé de él en una entrada hace más o menos un año, es de justicia destacar este juego como el mejor, sin lugar a dudas, de todos los otros Zeldas. Corrige todos los defectos de los dos anteriores, ofrece un espectáculo audiovisual sin precedentes y un control que sencillamente es lo mejor que ha ofrecido Wii en toda su existencia. Para mí sí supone un antes y un después porque tras haber disfrutado como un enano haciendo el cabra con la espada de Link, no me imagino ya jugar a un Zelda con un control tradicional al modo de antaño, y en ese sentido Skyward Sword es y será un referente ineludible. Ello no quita, como ya comenté también en su momento, que el juego tenga algún que otro aspecto más que discutible, tanto en el diseño de determinados malos finales (el monstruo Whoopi Goldberg, el Durmiente o el malo final ese que parece sacado de un episodio beta de Dragon Ball) como de ciertas mazmorras que sigo considerando bastante cuestionables, por no mencionar la trama, de una simpleza sonrojante. En cualquier caso, es el primer Zelda no continuista con el legado de Ocarina of Time, y eso es un alivio, porque inicia sendas que espero tengan una mayor profundización y desarrollo en el futuro. 

No sé si es pedir demasiado, porque es el más reciente de todos y a fin de cuentas su apartado gráfico impresionista se basaba en la imposibilidad de la alta definición, pero si hicieran una conversión futura de Skyward Sword para esa Wii U (o Wii HD o Wii 2.0, como dicen algunos malvados) que va a salir dentro de nada, a mí particularmente me harían más feliz que un regaliz. Y si los de Nintendo son capaces de elaborar un pack tan completo como el que salió para Wii, con ese mando dorado y la banda sonora conmemorativa, me tendrán a sus pies por toda la eternidad. Avisados quedan.

P.d: El próximo mes, la siguiente entrega: la saga Zelda en consolas portátiles. Como para perdérselo...

sábado, 13 de octubre de 2012

Solo un muerto más



Sancho Bondaberri es un librero humilde y bienintencionado que vive en el Getxo de la primera posguerra. Es amante de las novelas negras, de los detectives de gabardina y sombrero y ansía, por encima de todo, que sus propias obras que homenajean a Chandler y Hammet vean algún día una luz editorial que se antoja tan complicada como la que le esperaba a la España de aquellos años. Sin embargo, todo cambia cuando el librero decide investigar él mismo un crimen cometido en su propia localidad diez años atrás, antes incluso de los horrores de la guerra.

Con esta curiosa premisa de partida, la del lector que al mismo tiempo es escritor y personaje principal de su propia novela negra imbuida de realidad, Ramiro Pinilla pone en marcha un texto que, si bien mantiene todas las conexiones que cabía esperar de su magna obra Verdes valles, Colinas rojas, posee al mismo tiempo una entidad propia y supone un simpático y entrañable acercamiento a los mecanismos de la novela negra. Solo un muerto más funciona, así pues, desde una doble perspectiva autorreferencial. El narrador, interno y testigo de los hechos, es al mismo tiempo impulsor decisivo de los mismos, y todo su proceso investigador va construyendo la novela en los encuentros con todos los personajes implicados en la narración, tanto los sospechosos como los que no lo son, que dan forma a un universo sólido y coherente que se beneficia de décadas de trabajo previo y cuidadoso. Todo ello hace que la lectura de la novela pronto se convierta en un proceso fascinante, en parte por la facilidad de Pinilla para sumergir al lector en un universo cercano y reconocible, pero también por las constantes alusiones a cómo las escenas que uno acaba de leer ya forman parte de la novela que está escribiendo Sancho, bautizado a sí mismo como Samuel Esparta en otro guiño más a los aficionados a la literatura criminal. 

Pero por encima de todo, los puntos de gira de la intriga son manejados por Ramiro Pinilla con su habitual pausa y maestría, con esa forma tan admirable de tejer una trama casi sin que uno se dé cuenta. Los ecos de Faulkner, presentes ya en su primera y galardonada novela Las ciegas hormigas, han ido adquiriendo con el paso de las décadas un tono más amable y humano, más propio de la filosofía vital de Pinilla. Esto se aprecia en cada diálogo y en cada planteamiento que se hace del caso por parte de unos personajes entre los que destacan la secretaria de Sancho, Koldobike, que llena de humanidad cada fragmento en el que aparece, y también en ese estupendo y surreal falangista que envidia a Sancho por ser capaz de novelar una realidad en tiempos de lírica épica y nacional.

Para alguien familiarizado con el universo narrativo de Pinilla, resulta muy reconfortante reencontrarse con personajes como el maestro de Getxo, don Manuel, que hace gala de su habitual discurso cercano y plagado de afecto, o con Roque Altube y su vasquismo universal, campechano y bien entendido. No hay nada, ni en la forma ni en el fondo, que desentone en esta novela, que recoge uno de los pocos cabos sueltos que dejaba la trilogía por la que Pinilla accedió al olimpo literario. Ese misterioso intento de asesinato de unos gemelos, atados a una cadena en una roca con la marea a punto de devorarlos, y que es evocado en no pocas obras del autor, encuentra aquí por fin un sitio natural donde desenredar sus múltiples nudos argumentales. Y qué gusto da encontrarse con un estilo tan accesible, tan carente de artificio pero al mismo tiempo tan eficaz, tan bien elaborado, que conduce al lector capítulo a capítulo por una senda que proporciona momentos notables. Es cierto que el carácter de Bondaberri recuerda demasiado al de Altube, el protagonista de la enorme trilogía anterior, y que después de haber transitado por la historia de Getxo en obras anteriores esta pueda resultar una travesía ciertamente menor tanto por su alcance como por su carencia de pretensiones, pero en cualquier caso Solo un muerto más proporciona una lectura realmente entretenida, escrita en un castellano pulcro e impecable que demuestra que Pinilla es uno de los mejores narradores actuales de este país.

Sin alardes, sin concesiones, sin aspavientos, tomándose la misma calma que sus propios personajes, la obra literaria de este autor va poco a poco conquistando un espacio más que merecido, al que obras como la que nos ocupa no hacen sino aumentar el respeto de una crítica y unos lectores, por suerte, cada vez más entregados y numerosos.

lunes, 8 de octubre de 2012

Un paraje en ruinas




Por una serie de motivos que ahora no vienen al caso, este curso imparto clases de latín en mi instituto. Se trata de un grupo de cuarto de ESO al que trato durante tres horas a la semana de inculcar el aprecio por una lengua y una cultura que recibí, a su vez, de unos profesores de los que guardo un inmejorable recuerdo. Al igual que ocurría en mi época de estudiante, los grupos que escogen este tipo de asignaturas son poco numerosos, y están básicamente constituidos por dos tipos de alumnos: aquellos que eligen el latín por interés o vocación y aquellos otros que, huyendo de otras opciones que generalmente incluyen itinerarios científicos, terminan por recalar en la ribera clásica sin demasiado convencimiento.

A unos y a otros intento demostrar que su elección ha sido correcta (como lo habría sido cualquier otra, dicho sea de paso), porque del latín procede el idioma que les ha visto nacer y, en buena medida, los pilares básicos de su concepción del mundo. Cualquier palabra, por pequeña o insignificante que pueda parecer, proporciona en realidad una gran cantidad de información sobre nuestro modo de percibir la realidad, y es aún más satisfactorio comprobar que ese interés no se despierta solo en mí como profesor, sino también en ellos como alumnos. Así, por ejemplo, el otro día aprendimos que nuestra palabra "examen" y "enjambre" proceden del mismo vocablo latino, originalmente destinado a designar muchedumbre de algo y, al mismo tiempo, fiel de una balanza con que se mide algo, o que del griego procede, por filtro latino, esa "cátedra" o asiento de la que deriva tanto la "cadera" como la "iglesia catedral", donde tiene su asiento el obispo. Y qué decir de sus acentos, largos y breves, del que deriva prácticamente nuestro mismo sistema acentual, o una sintaxis que explica un porcentaje elevadísimo de construcciones actuales del español. Conocer el latín es, más que un ejercicio filológico, una práctica sobre la memoria misma de nuestro lenguaje, un viaje fascinante a las raíces de nuestra identidad cultural y lingüística.

Tanto es así que, conforme avanzan las semanas, las clases de latín se están convirtiendo en mi particular pausa diaria, tanto por el contenido de las mismas como por el ambiente de trabajo tranquilo y agradable que se ha conseguido entre todos sus participantes. Cada clase nos deja siempre cuatro o cinco palabras nuevas sobre las que reflexionar, ya sea "nauta" o navegante y sus actuales derivaciones digitales o algún que otro insulto que me solicitan mis alumnos para poder decirlos sin temor a represalias, como ese "stultus" del que proceden la estulticia o estupidez actuales. Y todo ello viene aderezado por nociones básicas acerca del proceso de romanización en España, de todas las infraestructuras y avances que trajo una cultura tradicionalmente conocida, por desgracia, más por la corrupción de su clase política y sus afanes imperialistas que por la ingente cantidad de transformaciones sociales y culturales que promovió a lo largo de sus muchos años de esplendor. Leemos textos de Catulo, de Séneca, de Ovidio o de Virgilio, rememoramos las trifulcas entre Cicerón y Catilina y, por si fuera poco, damos todo un repaso al panteón olímpico y al anecdotario divino que llevó a Zeus y compañía de una punta a otra del globo en busca de amores o de guerras, que para ellos todo terminaba siendo lo mismo.

Por todo ello, ahora quizá más que nunca siento una inmensa lástima por el hecho de que todo este universo grecolatino esté en un proceso de degradación tan alarmante en nuestro sistema educativo como lo están las ruinas de Pompeya. Acabo de conocer que de cara al curso próximo grupos como el que tengo el privilegio de enseñar este año ya no se van a dar salvo una autorización milagrosa y poco probable del ministerio, dado que no se permitirán grupos menores de quince alumnos por motivos única y exclusivamente económicos. A partir del año que viene, alumnos como los que tengo este año deberán buscar en optativas de mayor pujanza un hueco que, en mi opinión, no se puede compensar ni mucho menos maquillar con estúpidos discursos de la modernidad de nuestro señor ministro de educación, que en su momento prometió hacer obligatorio el latín en 4º de ESO y ahora hace mutis por el foro de la manera más vergonzosa.

El Latín, el Griego y la Cultura Clásica llevan demasiados años sometidos a una reducción constante y progresiva de su espacio como para poder ser mínimamente optimistas de cara a su supervivencia. En el fondo, y tal como le ocurre a la Literatura, a la Filosofía o a la Historia del Arte, lo clásico pierde presencia en un currículo cada vez más plagado de asignaturas que, en mi opinión, tienen una importancia injustificada desde un punto de vista de la formación académica que en otro tiempo sentó las bases del antiguo sistema de enseñanza secundaria y bachillerato. Se deja de lado así una visión del mundo, la de las Humanidades, en la que ya pocos o muy pocos podrán formarse salvo por un empeño personal decidido y encomiable, porque los itinerarios y las vías de formación van orientándose únicamente hacia el ámbito de las ciencias, ese que nunca debió verse como el lado útil y práctico del conocimiento. Nada tengo en contra de ellas porque jamás las vi como un enemigo, sino como parte de esa moneda que luce por uno de sus lados y por el otro, sin embargo, ofrece un desolado paraje en ruinas del que parece que ya nadie, ni siquiera Zeus, nos puede salvar.