martes, 28 de agosto de 2012

La última frontera


Puede que hoy en día la juventud tenga como ideal de máximo logro en la vida aparecer en un bochornoso programa de televisión a destripar al personal y ser destripado en justa correspondencia, pero hace varias generaciones el sueño de todo infante al que se le preguntara por sus intenciones laborales miraba de manera inevitable hacia el cielo y señalaba un punto indefinido para después proclamar, ufano, que quería ser astronauta.

Eran otros tiempos, qué duda cabe. Eran tiempos donde las maniobras espaciales de los dos colosos de entonces, Estados Unidos y la URSS, servían como cortina de humo a unas políticas de dudoso corte imperialista que a punto estuvieron de provocar una tercera, y quién sabe si definitiva, Guerra Mundial. Pero también eran los tiempos en que los escritores y cineastas se daban la mano para crear maravillas como 2001: una odisea del espacio y hacer soñar, así, a todos aquellos que en 1969 asistieron aún más atónitos al aterrizaje en la luna de Neil Armstrong y la tripulación del Apolo 11

Dicen todos aquellos que vivieron aquel momento, narrado en España por televisión Jesús Hermida y su interminable verborrea, que hubo un antes y un después de aquello. Sí, se sabía que la carrera espacial tenía como uno de sus muchos objetivos alcanzar la superficie lunar, pero en el fondo a todos les parecía tan hiperbólico como que el hombre pudiera volar o viajar en el tiempo. Desde los principios de la humanidad llegar a la luna ha sido sinónimo de lo imposible. Desde los hombres de las cavernas, pasando por filósofos, artistas y científicos, todos han querido siempre conocer cómo se percibe la realidad desde otra perspectiva, desde ahí arriba. Está en nuestra naturaleza marcarnos metas inalcanzables con la excepción de que, en el caso de la luna, ella siempre ha estado presente, al alcance de la vista, como si de algún modo nos recordara nuestra condición humana a cada paso de nuestro camino vital, a veces triste o risueña según sus propios ciclos.

Por todo ello, aquel aterrizaje modificó esa cosmovisión milenaria de una manera irremediable. Una cosa bien distinta era proyectar en la realidad los sueños de Julio Verne con los submarinos, que en el momento de su escritura eran igualmente impensables, y otra muy distinta hacerlo con los viajes espaciales con la luna como punto de destino. Si lo imposible de pronto se tornaba improbable, o simple y llanamente una cuestión de tiempo hasta que la tecnología lo hiciera posible, entonces aquel hecho abría las puertas a lo desconocido, a la fantasía, a lo fascinante. Posiblemente no se haya producido otro hecho semejante en toda la historia del hombre, quizá con la excepción del descubrimiento de América, que haya removido los cimientos de la conciencia colectiva como hicieron aquellas imágenes desde el espacio exterior, presenciadas en vivo y en directo desde todos los puntos del planeta.

Con el paso del tiempo, y en medio de muy lamentables teorías conspiratorias acerca de la veracidad de las imágenes tomadas por Armstrong y Aldrin en su viaje, el horizonte de la luna se nos fue quedando pequeño, y una vez comprobado que allí no había nada más que roca y silencio, se fijaron nuevas metas que fueron aún más allá, a Marte e incluso a límites aún más recónditos fuera de nuestra propia galaxia. El desarrollo de la tecnología propició telescopios de cada vez mayor potencia y calidad, de modo que las imágenes que se iban emitiendo desde la NASA y otros centros que trataban de seguir su estela seguían dejando sorprendidos a propios y extraños.

Sin embargo, desde hace ya demasiado, esto de los viajes espaciales ha perdido mucha de la fuerza que un día tuvo. Ahora mismo el hecho de que haya naves, satélites e incluso estaciones espaciales orbitando a nuestro alrededor nos resulta tan familiar como los tendidos eléctricos. Ver imágenes de los despegues espaciales desde Cabo Cañaveral ya produce más sopor que nerviosismo, por mucho que en su momento hubiera quien contenía la respiración. Tanto es así que hay quien incluso frivoliza con la idea del turismo espacial o quien, como Tom Cruise, se permite el lujo de comprarse un par de fincas en la luna por si acaso algún día la Tierra se queda sin recursos.

Leyendo estos días acerca de la muerte de Armtrong, que ha coincidido en un 2012 en el que el transbordador Discovery ha realizado su última misión oficial y, más importante aún, con un exitoso aterrizaje en Marte que nos está proporcionando imágenes de incalculable valor y belleza, me llamaron la atención unas declaraciones del llamado "mayor héroe americano" (al que hasta hace dos días ya muy pocos recordaban, me temo), donde afirmaba que, lejos de lo que se piensa, lo que más le llamó la atención nada más poner el pie sobre la luna no fue la ausencia de gravedad o el terreno que pisaba, y ni siquiera el paisaje vacío y yermo que se extendía ante él: fue la Tierra. Tantos años de desarrollo e investigación, tantos kilómetros recorridos y tanto empeño solo habían servido para que el genial astronauta se quedara absorto, embobado, con aquella esfera que contenía miles de millones de formas de vida bajo aquella capa de agua y nubes. Armstrong la fotografió desde todos los ángulos posibles, incapaz de apartar su mirada de ella, y aún en el despegue que le llevaría de nuevo a su hogar, con las pulsaciones por encima de 150 y un 50% de posibilidades de quedarse allí abandonados a su suerte, el hombre que dio aquel salto por la humanidad no pudo dejar de contemplar aquella frontera rebosante de vida que, hasta que nuevos descubrimientos confirmen lo contrario, sigue siendo la primera y la última para todos los que vivimos en ella.


martes, 21 de agosto de 2012

Cinefórum (21): El legado de Bourne



Cuentan que un buen día el guionista Tony Gilroy se plantó delante de los productores de la saga de James Bond, los Broccoli, y trató de convencerlos de que tenía una idea que podía renovar una franquicia que, por aquel entonces, estaba a punto de mandar al pobre Pierce Brosnan a hacer parapente  en un glaciar y a perseguir coches invisibles por palacios de cristal (Muere otro día, 2002). Gilroy trató de persuadirlos, sin éxito alguno, de que a pesar de todas las barbaridades de las últimas y bochornosas cintas, aquella franquicia tenía el potencial de reinventarse en el siglo XXI siempre y cuando se produjeran los cambios necesarios en pos de un mayor realismo, pero la negativa que recibió fue tan sonora como arrogante: "Nosotros ya tenemos una fórmula que funciona sin necesidad de cambio alguno, señor Gilroy. Y nos va muy bien".

Aquel intento cayó en el olvido, pero no así el empeño de Gilroy que, tras devorar una saga literaria que Robert Ludlum escribió al calor del éxito del propio Bond, decidió que las novelas de Jason Bourne bien merecían el intento que los Broccoli no le habían querido dar. Aquella historia sobre el asesino amnésico que debía descubrir la verdad sobre su pasado tenían tanto o más potencial que las historias del avejentado 007, de modo que encontró productor (Frank Marshall, un habitual de Spielberg), director (Doug Liman) y luz verde para el proyecto. Y a pesar de que solo pudieron contratar al emergente Matt Damon para el papel principal y de que todo hacía pensar en un sonoro fracaso de taquilla, El caso Bourne fue uno de los mayores éxitos de 2002 y toda una bocanada de aire fresco para el género.

Aquella cinta lanzó al estrellato a Damon y, sobre todo, demostró que Gilroy tenía razón: era posible hacer una película de espías y acción con un guión sin tópicos manoseados ni villanos de pelajes estrafalarios, con un protagonista creíble a pesar de las proezas físicas que exigía un guión hábil, inteligente y dinámico. La solvencia de actores como Brian Cox, Chris Cooper, Owen Wilson y Franka Potente, más la estupenda banda sonora de John Powell hicieron el resto. Con su final abierto y sus muchas posibilidades, El caso Bourne estaba pidiendo a gritos que se le diera más profundidad a la trama y a los personajes, y su éxito convenció a todos para repetir papel salvo al director, Liman, que prefirió permanecer en labores de producción. Había, pues, que buscar un recambio de garantías.

Paul Greengrass, que se había hecho famoso por su interpretación del conflicto irlandés en Sunday Bloody Sunday y, sobre todo, por su escalofriante visión de los atentados del 11-S en United 93, fue el elegido para dirigir las secuelas (El mito de Bourne (2004) y El ultimátum de Bourne (2007)), con unos resultados aún mejores. Poco importó la escasísima fidelidad a las novelas de Ludlum: la trilogía de Bourne fue la confirmación definitiva de que la combinación de intriga policial de altos vuelos y acción solvente sí convencían al público, y tanto fue así que la propia saga Bond no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia y plagiar descaradamente esa fórmula (Casino Royale (2006) y Quantum of Solace (2008)), con desiguales resultados.

El éxito de la franquicia invitó a sus productores a pensar en más secuelas, a pesar de que la trilogía parecía haber quedado bien cerrada con la tercera parte. Sin embargo, quizá por el miedo a caer en la redundancia o a que un menor nivel de calidad desmereciera los logros obtenidos anteriormente, tanto Greengrass como Damon se apearon del proyecto de la cuarta entrega, aunque mantuvieron su estrecha colaboración (Distrito Protegido (2010)). Solo Gilroy permaneció en todo momento, como siempre, convencido de que aquella franquicia podría sobrevivir incluso sin su actor principal.

No debió resultar sencillo sobreponerse a tanta fuga de talento. Sin embargo, Marshall y Gilroy mantuvieron el tipo y optaron por un plan B: Gilroy sería el director y guionista encargado de narrar una historia que ampliara la trama de los programas de creación de espías, una trama que ahora estaría menos centrada en fantasmas personales y más en las intrigas de la CIA, donde también había bastante tela que cortar. Además de mantener a los secundarios de lujo de la saga para mantener la coherencia de la historia (Joan Allen, David Strathairn, Albert Finney), se hicieron con un reparto de campanillas capitaneado por Jeremy Renner, que desde que despuntó en la excelente En tierra hostil no deja de sumarse a sagas de éxito (Los Vengadores, Misión: Imposible, etc.) Además de eso, ni más ni menos que Rachel Weisz se subió a bordo como una científica del programa de creación de súper espías, así como Edward Norton, en un oscuro papel de controlador de programas de la CIA.

La película cuenta la historia de Aaron Cross, un agente del programa Outcome que se encuentra en pleno proceso de entrenamiento en Alaska, y que se ve sorprendido por las consecuencias derivadas de las acciones de Jason Bourne en la tercera película (las tramas corren paralelas y están estrechamente conectadas). Los responsables del programa deciden cancelarlo ante la amenaza de que Bourne y su proyección mediática dejen al descubierto sus planes, de modo que la vida de los agentes implicados y de todo el personal científico responsable se ve de pronto en jaque. Únicamente Cross y la doctora que interpreta Weisz logran sobrevivir, y deberán iniciar una frenética huida en equipo que los lleva a cruzar medio mundo.

Tras una ardua producción y un estreno plagado de cejas escépticas,  la cinta ha sido recibida con frialdad por un público y una crítica que no entienden que la franquicia pueda seguir sin Damon, y que han cuestionado abiertamente las supuestas aportaciones de este episodio a la saga. Por mi parte, creo sinceramente que las apariencias engañan con El legado de Bourne. La historia contiene los elementos que hicieron grande a la saga (una trama enrevesada pero no imposible de seguir, escenas espectaculares y creíbles de acción, química entre los protagonistas, localizaciones variadas y exóticas, una buena persecución y, sobre todo, un actor principal a la altura del reto). Así es: por mucho que admire la labor de Damon en la trilogía precedente, creo sinceramente que Renner es más que solvente para el papel que realiza aquí, y que su personaje no ha hecho más que apuntar lo mucho y bien que puede crecer en capítulos siguientes que espero y deseo se sigan realizando.

Para todos aquellos que creen que esta historia no aporta nada, y sin ánimo de revelar secretos de la trama, creo que no hay más que escuchar atentamente los muchos y buenos diálogos entre Renner y Weisz para darse cuenta de que aún quedan muchos enigmas por resolver, además de que aquí se dan pistas muy bien traídas de cómo es posible que estos agentes sean capaces de proezas como las que hacen cada dos por tres. Y si todavía hay quien dude de la capacidad de Gilroy como director, que le eche un vistazo a la excelente Michael Clayton, que también es suya, y luego hablamos. Yo, desde luego, agradezco la mayor pausa de Gilroy en la elaboración de los planos, porque Greengrass y su mareante cámara terminaron por volverme loco en las anteriores secuelas. Eso de que cada plano dure de media tres segundos puede volver esquizofrénico a cualquiera, y eso aquí por suerte solo amenaza en la secuencia de la persecución en moto. El resto, por suerte, está exento de turbulencias. Lo que sí echo en falta es al compositor anterior, John Powell, por mucho que James Newton Howard haga lo posible por mantener el tipo y no necesite, a estas alturas de su carrera, tener que demostrar que está capacitado para el reto. No obstante, temo que le falta la garra de Powell para las escenas de acción y que los mejores acordes son los tomados del anterior score.

En cualquier caso, El legado de Bourne deja un buen sabor de boca en el aficionado a la saga porque la historia es fiel a los principios de la franquicia y, sobre todo, porque es realmente entretenida y variada. Desde los paisajes nevados de Alaska (ojo a la escena del lobo) hasta la persecución en Manila, Gilroy se ha tomado muy en serio que ahora sí o sí es el principal responsable y no ha querido dejar más cabos sueltos que los de ese final que pide a gritos una continuación. Y, además, hay dos detalles que para mí sitúan esta cuarta entrega al mismo nivel que las anteriores, como poco: en la trilogía suele haber siempre un momento en que la verosimilitud se tambalea un poco, como la caída de Bourne de varios pisos sobre el cuerpo de un rival en la primera entrega, o aquella escena de El ultimátum de Bourne en Tánger en la que Matt Damon atraviesa de un salto una calle, rompe un cristal y va a dar contra el malvado asesino. Eso en El legado de Bourne no ocurre. Por ejemplo, aquí hay una escena en la que Renner trepa, sin trampa ni cartón, por la parte de atrás de una casa para entrar por una ventana y, sin apenas tiempo para calcular nada, dar a su objetivo de un disparo en la frente, todo ello en la misma toma. Tan impresionante como, al mismo tiempo, creíble dentro de los parámetros de la historia.

Otra diferencia importante que veo entre esta entrega y las anteriores es que, por fin, el papel de la pareja del protagonista va más allá de la princesita en apuros. Entiendo que en una película de espías toda trama romántica corre el riesgo de ser un problema para el desarrollo de la historia principal. Así, por ejemplo, al personaje de Franka Potente se lo tuvieron que quitar literalmente de encima en la secuela porque era un lastre para la trama, y otro tanto le ocurrió a la pobre Julia Stiles, que en la tercera parte estaba metida con un calzador de los buenos y su salida de escena era imperdonable. Aquí, sin embargo, el personaje de Weisz está inmensamente más justificado en la trama y, además de que es una actriz de primera categoría y crea un personaje muy intenso, revela al final un carácter luchador que al mismo tiempo da una nueva dimensión al protagonista. Renner, que no es un lobo solitario como sí lo era Damon, forma con Weisz un estupendo equipo donde cada parte resulta necesaria para el buen devenir de la trama. A diferencia de Bourne, que a ratos parece inmortal e invencible, Cross es un personaje que sangra, sufre y se desmaya, y que necesita la ayuda de los demás para sobrevivir. Esto no solo humaniza al personaje, lo cual es de agradecer, sino que permite a los de su alrededor tener un mayor protagonismo.

Pero al margen de todo esto, hay un motivo que para mí justifica la ausencia de Damon y no la hace en ningún momento dolorosa: el personaje de Bourne ya había sido explotado al máximo, y realmente no tenía mucho sentido que siguiera envuelto en estos asuntos. Para mí la necesidad de encontrar un reemplazo ha dado la oportunidad a la franquicia de respirar con el buen hacer de Aaron Cross, que además no tiene problemas con su memoria ni falta que le hace: es un agente en pleno uso de sus facultades, y bien que lo demuestra cada vez que tiene ocasión. Si alguien tiene dudas de si Renner reparte estopa igual que Damon, que se pase por taquilla y saque sus conclusiones, pero mucho me temo que escenas como la del tejado en Manila, el laboratorio de la fábrica o la citada de la casa del campo son capaces de convencer a cualquiera. Y que conste que si Renner tiene que demostrar ahora su valía como referente principal de la franquicia, no olvidemos que otro tanto tuvo que hacer Damon en su momento, hace ahora diez años, cuando no era la estrella que es ahora gracias, principalmente, a Bourne.

Digo todo esto porque aunque soy un gran defensor de la trilogía de Bourne, también me parece que no estaba exenta de errores, y creo que El legado de Bourne está siendo masacrada por una crítica que en el fondo no va más allá de si Matt Damon es más guapo o carismático que Renner, o que si Greengrass es mejor director que Gilroy. Seguramente sea así, pero el verdadero artífice de la saga no es Damon, se ponga como se ponga el personal, y mucho menos Greengrass: se llama Tony Gilroy, y sus guiones han puesto en tela de juicio al antes todopoderoso Bond, James Bond. Qué inmenso error cometen los que ven esta película como una competidora de Bourne, cuando en realidad no es más que una ampliación de la saga, hecha por y para los fans que pedían a gritos dicha continuación. Qué injusto, pues, que se comparen los méritos de una sola película con los de toda una trilogía y que, en el colmo de los colmos, no se comprenda que aquí el único competidor es el que dentro de nada estrena nueva película de espías (¿han visto el trailer de Skyfall? Por favor, no se pierdan el pelo de Bardem, que es para denunciarlo ante el Santo Oficio). 

En resumen a todo lo dicho, Aaron Cross no es Jason Bourne, ni falta que le hace. Y que siga así por muchos años, siempre y cuando haya un buen escritor detrás de los guiones y unos productores interesados en dar un producto de calidad a un público que, mucho me temo, ya no sabe ni lo que quiere.

sábado, 18 de agosto de 2012

Top 12 Videojuegos Nueva Generación: Uncharted 2 El reino de los ladrones



A partir de este punto, las dudas con los videojuegos que conforman el top 20 contemporáneo se tornan épicas, dada la cantidad y calidad que se acumula en los primeros puestos. Por ello, aunque finalmente se elija a uno va a haber siempre varias alternativas, como ocurre en el caso del puesto número 12 donde, para mayor polémica, el gran rival del elegido es ni más ni menos que su continuación directa.

Hay un encendido debate entre los fans de la saga Uncharted, no ya por situarla como una de las grandes cimas de la séptima generación (algo en lo que estoy totalmente de acuerdo), sino por elegir cuál de los tres títulos aparecidos hasta la fecha es el mejor de todos. Y ahí tanto la segunda como la tercera entrega son las que se reparten todas las papeletas.

Uncharted es una saga que nació en 2007 con un juego notable, protagonizado por un cruce espiritual y genérico entre Indiana Jones y Lara Croft. Nathan Drake, que así se llama el personaje en cuestión, pone en práctica muchos de los trucos que esperamos de las sagas de las que bebe, como los aventureros intrépidos, secundarios jocosos, joyas místicas de la arqueología, exóticos parajes y templos perdidos de la mano de Dios pero, además, añade un plus cualitativo y cuantitativo en un formato de videojuego de aventuras y acción de auténtico lujo. El tesoro de Drake era así un compendio de buenas intenciones y un apartado técnico bastante correcto, con algún que otro momento de tensión, una sabia mezcla de plataformas y acción y un argumento muy entretenido y bien doblado al castellano, pero tampoco iba mucho más allá.

Fue con el estreno de la secuela, El reino de los ladrones (2009), cuando esta saga se situó por méritos propios en el plano de los llamados juegos triple A, término tan del gusto americano. Después de un comienzo apabullante en un tren a punto de despeñarse por un barranco nevado, recreado con un realismo asombroso, el jugador se ve envuelto en una sobrecogedora dinámica de acción a raudales que no le da un solo respiro hasta el mismísimo final. Localizaciones tan espectaculares como Estambul, Borneo o el Tíbet, sirven de marco a la búsqueda del árbol de la vida, oculto en una supuesta ciudad perdida en lo más profundo del Himalaya. Nate  y su equipo de colaboradores deberán realizar una serie de descubrimientos que les vayan abriendo acceso a dicha ciudad, con unos diálogos brillantes y plagados de humor y referencias al buen cine de acción y aventuras.

Antes de entrar en más detalles argumentales, vayamos con los motivos principales que explican la grandeza de este juego. Quizá el más evidente de todos ellos es que el salto técnico respecto de la primera parte es sencillamente colosal. Jamás se había visto en la séptima generación un motor gráfico tan sólido, con unos escenarios tan repletos de detalles y efectos de luz, unos personajes tan fluidos en sus animaciones (muérete, príncipe de Persia) y un apartado sonoro y de doblaje tan perfectos (y ojo a la banda sonora de Greg Edmonson, con un tema principal para quitarse el sombrero y una intensidad a la altura del ritmo del juego).

Desde este punto de vista, a Uncharted 2 no se le puede poner ni un miserable pero, con una alta definición muy bien aprovechada y una tasa de frames vertiginosa que no decae aunque el jugador se tenga que enfrentar a helicópteros por los tejados de una ciudad o a tanques en pueblos de Nepal, por no hablar de la escena del tren, que recorre un escenario gigantesco mientras uno se bate el cobre con todo un ejército, y que es uno de los niveles más impresionantes, divertidos y emocionantes que he jugado a un videojuego en toda mi vida. 

Una de las críticas que ha recibido la saga es que en el fondo no deja de ser un refrito de otros juegos. Y es cierto que el sistema de juego de esta aventura en tercera persona recibe numerosas influencias, como el sistema de cámara, saltos y escalada de Tomb Raider, la acción y la cobertura de Gears of War o la infiltración, por momentos, de Metal Gear. Ahora bien, estas influencias son combinadas con un gran acierto y, a partir de ahí, todo lo demás es mérito propio de los desarrolladores de Naughty Dog, que en Playstation 1 se hicieron famosos con los juegos de Crash Bandicoot. Y entre estas aportaciones está un sentido del ritmo apasionante, una narrativa muy equilibrada, un ingenio poco habitual en el planteamiento de la arquitectura de escenarios y puzzles, que nada tienen que envidiar a los grandes de la historia. El sistema de combate es muy, muy preciso, y toda la dinámica de saltos y equilibrio está resuelta con una tensión que ya la quisiera para sí Lara Croft. El carisma de los personajes y sus pertinentes diálogos termina por redondear un apartado jugable que, como ya digo, no admite objeciones de ninguna clase. En resumen, todos los juegos reciben y emiten influencias, pero no todos son capaces de obtener resultados tan apabullantes como Uncharted, y en especial su segunda entrega.

Como no podía ser de otra forma, Uncharted 2 recibió más de 200 premios a juego del año en diferentes organismos y revistas dedicadas al sector, y fue ovacionado como una de las cumbres a nivel técnico y narrativo de su generación. La búsqueda de la ciudad perdida de Shambhala y el famoso árbol de la vida atrapó a más de cinco millones de jugadores de todo el mundo, que pudieron disfrutar además de un completo cooperativo y modo online (ausentes en la primera entrega), que era justo lo que le faltaba para rozar la perfección. La presentación, acabado técnico, gráficos, jugabilidad... este juego es el sueño de todo jugón hecho realidad, y se ha convertido en un referente que va a perdurar durante generaciones, a la altura de los más grandes de la historia. Así de sencillo.

Hechas ya todas las merecidas alabanzas de El reino de los ladrones, entremos en la polémica con la tercera entrega, La traición de Drake (2011). Cualquiera que haya jugado a este juego sabrá que hay muchos momentos, como el chateau en llamas, el accidente de avión, el hundimiento del crucero de lujo o todo lo relacionado con el desierto en general que iguala e incluso supera la espectacularidad y calidad gráfica de Uncharted 2. Además de esto, suma unos niveles en los que controlamos a Nate de adolescente que son maravillosos, tanto por la variedad que aportan a la trama como por el sentimiento que se ha puesto en ellos, y por si fuera poco profundiza en los personajes principales como nunca antes se había hecho en la saga. Sin embargo, y por mucho que me duela porque me lo he pasado tan bien o más con este juego como con el anterior, tengo que rendirme a la evidencia de que la segunda parte es más redonda en aspectos tan esenciales como el sistema de disparos, algo más engorroso en una tercera entrega que, sobre todo, se resiente por un argumento mucho más lineal que anuncia grandes cosas pero finalmente se queda en agua de borrajas. 

Las dos tramas precedentes de Uncharted iban siempre de menos a más, como las buenas películas de Indiana Jones (no, no contamos la de los aliens y las neveras nucleares). El final de la segunda entrega, en la ciudad perdida de Shambhala, era un constante abrir la boca de puro asombro, y estaba cargada de belleza, emoción e intensidad. Por todo ello, no se explica que la trama de la Atlántida de las arenas, que ya solo con decirlo a uno se le pone la carne de gallina, con esos espíritus y fuerzas mágicas que se anuncian por todas partes contenidas en unas fabulosas jarras enormes, se reduzca luego a un paseíto sin más en el que, para colmo de males, ni espíritus ni leches. Es romperse una jarra y toda la ciudad se viene abajo, así porque sí, mientras corremos sin dar crédito a que se termine todo tan pronto. Para entendernos, es como si al abrir el Arca Perdida, Indiana Jones se encuentra que está vacía y que, encima, tiene que salir pitando porque el desierto va a explotar. Por ello, me perdonen los fans de la saga, entre los que me cuento, pero me temo que a este juego le hubiera venido fenomenal un tiempo más de desarrollo, que habría evitado parches y disgustos de última hora, como pasó con el sistema de disparos, y hubiera permitido cerrar mejor una trama que a mi juicio pide a gritos más "chicha" al final.

En cualquier caso, estamos hablando de detalles menores dentro de la excelencia más sobresaliente. Esta saga es, en general, una de las mejores opciones para comprobar los techos técnicos y jugables de la séptima generación, y uno de los mayores motivos de orgullos de los poseedores de Playstation 3. Puede que no tengan la profundidad de la que para mí es la mejor saga de la generación, Assassin's Creed, pero por contra tienen una mayor espectacularidad y un espíritu arcade soberbio, por no mencionar su fastuosa realización. Las aventuras de Nathan Drake son absolutamente extraordinarias, tan adictivas como impresionantes a todos los niveles, y para colmo son exclusivas de PS3. Ni Nintendo ni Microsoft tienen nada que se le parezca a esta fabulosa franquicia  (ni a Heavy Rain, para qué engañarnos), y por si fuera poco le ha salvado la vida a la nueva portátil de Sony, PSVita, con una magnífica adaptación (El abismo de oro) en sus primeros y titubeantes meses de vida.

Avisados quedan. Ah, y atención al siguiente bombazo que Naughty Dog prepara como despedida de esta plataforma, que ya está poniendo a más de uno verde de envidia: The Last of Us. Aunque de ese, como de tantos otros grandísimos juegos, ya habrá tiempo de hablar en próximas entregas del Top.



lunes, 13 de agosto de 2012

Los tópicos del zorro




En el repaso a los fenómenos del lenguaje que impregnan o contaminan, según el caso, la realidad que nos rodea, me gustaría aportar un grano de arena al debate propiciado por un artículo escrito por Salvador Sostres, acerca del fenómeno de las becas Erasmus (les dejo aquí el enlace: http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/guantanamo/2012/07/24/erasmus.html). Dicho debate tiene que ver con los tópicos, que como todo el mundo sabe son esos clichés o lugares comunes a los que la gente acude para dar explicaciones baratas de una realidad que o no comprende o no tiene el menor interés en conocer. Así, por ejemplo, hay gente que desprecia a cualquier andaluz porque se ampara en el tópico de que son todos unos vagos, o agarrados en el caso de los catalanes; hay quien desprecia a los ingleses por ser fríos y estirados, a los italianos por mafiosos y salidos o a los americanos porque se pasan el día comiendo hamburguesas; hay quien, por cierto, desprecia igualmente a no pocos españoles por ser unos fanáticos religiosos y del toreo que se pasan el día bailando flamenco y echándose la siesta, amparándose en los mismos y rigurosos criterios sociológicos.

Pero vayamos al caso. Dice este señor en la cita que abre su blog que "Escribir es meterse en problemas". Habría que puntualizar que cuando uno escribe según qué barbaridades, en efecto, no tiene más remedio que meterse en líos porque en esta sociedad no todo es aceptable ni mucho menos, por más que lo repita el tópico, digno de respeto. Véase si no la siguiente cita, que el autor proclama tras enterarse, en una cena con unos amigos, de que la hija de ellos planeaba aceptar una de dichas becas:

"En este momento seguro que hay algún padre iluso camino del aeropuerto pensando que le está pagando a su hijo o hija una experiencia de incalculable valor educativo. Si eres padre de un chico, piensa que lo que le estás pagando es una fiesta sin medida ni final, algo así como un bono ilimitado en un burdel de Medellín. Si eres padre de una chica, mejor no pienses nada, porque te vas a deprimir."

En primer lugar, deberíamos poner una serie de datos sobre la mesa antes de hablar desde el prejuicio, como hace este señor. Las becas Erasmus se han concedido desde 1987 a miles de estudiantes de la Unión Europea con el objetivo de que cursen una parte de sus estudios universitarios en el extranjero, con las indudables ventajas a nivel de experiencia personal, enriquecimiento cultural y social y de aprendizaje de idiomas que el señor Sostres ignora en su disección de la realidad de estas becas. Su presupuesto, integrado en el programa Sócrates II, cuenta en la actualidad con una dotación de 7.000 millones de euros y su repercusión le ha hecho merecedor del premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, entre otros muchísimos reconocimientos, por lo que acusarlo a la ligera de ser una legitimación de la cogorza internacional parece, cuando menos, aventurado.

El problema de Sostres es, sin embargo, de peor calado moral de lo que podría parecer. Es evidente que este señor ignora las ventajas de abrirse a nuevas experiencias que no sean las de la patria española y olé, pero a fin de cuentas se podría pensar que es un síntoma de patrioterismo paleto del más rancio, y no merecería mayor consideración. Ahora bien, lo que no tiene perdón es que un señor que escribe en un periódico de tirada nacional se permita el lujo de afirmar que "Niña que tienes veinte años, tu novio es un imbécil si te dejar marchar a Florencia. Erasmus, Italia, esperma. Son tres palabras que van siempre juntas y forman un solo concepto."

Porque aquí está el verdadero problema para este señor, y los que le permiten escribir aberraciones como esta. Según Sostres, España se quiebra, aparte de por las evidentes conspiraciones masónicas que la asolan, porque nuestras jóvenes españolas son una panda de descastadas que hacen lo que les da la realísima gana, y peor aún, sus novios "las dejan" marchar por ahí a ser poco menos que muñecas hinchables en manos de los italianos, franceses y demás contubernio europeo varonil.

A su infinita ignorancia este señor suma un machismo que ciega cualquier argumento que pudiera dar acerca de los problemas, que sí son reales, como el no citado de convalidar asignaturas una vez que estos estudiantes regresan a España, un verdadero quebradero de cabeza para muchos. Todo eso a este señor le importa un pimiento porque aquí de lo que se trata es de volver a la España cavernaria y cerrada, donde las mujeres no estudiaban, o si lo hacían era sobre cosas propias de su sexo, como la taquigrafía y la calceta, pero en cualquier caso a buen recaudo del padre, novio o hermano, que tanto da.

Los tópicos que emplea Sostres son innumerables, desde la visión del Erasmus como un programa de fomento del alcoholismo y el sexo libre a esa otra de la mujer sin decencia que se abre de piernas ante el primero que pasa. Es innegable que habrá estudiantes que vayan por Europa con la intención de pasarse la vida de fiesta en fiesta y tiro porque me toca, y habrá también señoritas con faldas más alegres que la pluma de Sostres, pero cuando se intenta hacer pasar el lugar común como la realidad misma en la que está basado se comete un error de juicio que invalida por completo cualquier argumentación, algo que ya digo sencillamente no se contempla en el caso del artículo citado, donde en el mejor de los casos solo hay un estilo vulgar y un pensamiento antediluviano. Fíjense qué cantidad de tópicos en tan pocas palabras: "Italia es una banda de asalto y si en la mesita de noche hay una lámpara es allí donde irán a parar tus bragas [...] Al fin y al cabo, zumbarse a un italiano es un clásico, algo así como un polvo de fondo de armario." 

Lo más lamentable del tópico es que empobrece nuestro pensamiento y nubla el juicio. Cualquier persona que haya pasado el tiempo suficiente en Italia y haya podido empaparse de verdad de la riqueza de su cultura, patrimonio artístico y calidez de sus gentes sabe, como todo aquel que ha enriquecido su experiencia académica y laboral con una beca Erasmus, que como bien decía el maestro de Rotterdam, "los zorros utilizan muchos trucos. Los erizos solo uno, pero es el mejor de todos".


P.d: Sí, soy muy consciente de que el propio Erasmo de Rotterdam afirmó, ya que estamos con las citas históricas, que "La mujer es, reconozcámoslo, un animal inepto y estúpido aunque agradable y gracioso". Vaya por delante que el artículo no era en defensa de este otro buen señor, por mucho que tuviera alguna que otra neurona más que el señor Sostres, que la tenía.

lunes, 6 de agosto de 2012

Los colonos de Catán



Hace algún tiempo tuve ocasión de probar un juego de mesa donde el objetivo no era destruir, aniquilar o arrasar al rival de las formas más horribles imaginables, como suele ser muy del gusto yanqui. Tampoco se trataba, como esos otros juegos también muy famosos, de amasar grandes fortunas  a costa de sablear al resto de jugadores, ya sea haciéndoles dormir en nuestros hoteles o cárceles. Al contrario, aquí el comercio, la negociación y el cultivo son las claves de un juego de origen germano que lleva ya un tiempo (desde 1995, ni más ni menos) haciendo las delicias de muchos y quizá, ya solo por su original propuesta merecería un aplauso, aunque solo sea por buscar una mínima innovación en un terreno tan manido como este que nos ocupa.

"Los colonos de Catán" trata de la conquista pacífica de una serie de territorios, donde el jugador debe ocuparse de cultivar una serie de materias primas que, combinadas, dan lugar a la construcción de una serie de infraestructuras tales como ciudades, carreteras o aldeas. El tablero del juego está formado por una serie de piezas hexagonales, de distinta disposición en cada partida, que representan diferentes territorios donde se cultivan una serie de materias primas (las montañas dan rocas, los trigales trigo, las praderas ovejas, etc...) El objetivo del juego es acumular 10 puntos en función del número de poblaciones pequeñas y grandes construidas, o puntuaciones extra, y para ello hace falta una estrategia de partida. Aquí entran en funcionamiento unos números, colocados encima de cada territorio, que hacen que los dados nos den la posibilidad de cultivar o no dichas materias, y que son de diferente tamaño o color en función de la posibilidad de que salgan (así, el 6 o el 8 son más frecuentes que el 2, por ejemplo). Una buena colocación en territorios clave o con buen número, así como la posesión de puertos para comerciar y, claro está, una pizca de suerte con los dados, son los factores fundamentales para llevar a buen término la empresa vencedora.

Debo decir que aquella primera partida fue bastante entretenida ya que, aunque al principio uno tiene la sensación de que no se entera de nada con tanta norma y tanta excepción, lo cierto es que al cabo de un rato uno ya se ha convertido en un experto comerciante. La posibilidad de negociar con otros jugadores o la banca y los piques por el ladrón (una pieza especial que se mueve al sacar un 7 y que impide cultivar allí donde se encuentre) son dos alicientes fenomenales para un juego que, eso sí, obliga a los jugadores a sacar casi tanto tiempo como en una partida de monopoly (y si a los 4 jugadores de inicio se le añaden ampliaciones para 5 o 6, ya ni les cuento). Tal fue el pique, en mi caso, que no dudé en hacerme con una copia del juego y su correspondiente ampliación, y que juego en cuanto tengo ocasión (sé que esto que acabo de escribir parece la típica frase sacada de un anuncio de teletienda: ya solo falta que diga que ha mejorado mi vida una barbaridad). 

En cualquier caso, "Los colonos de Catán" resulta una experiencia de juego muy divertida y recomendable, tanto para estos ocios veraniegos de agosto como para una tarde de lluvia. Eso sí, si pierden amigos por culpa de este juego, no digan que no se lo advertí.





sábado, 4 de agosto de 2012

Cinefórum (20): Prometheus



Ayer se estrenó en España Prometheus, la última película de Ridley Scott y precuela de su celebérrima Alien: el octavo pasajero. Como ya comenté en su momento a propósito del repaso de la franquicia originada por dicha película, esta cinta de 1979 se ha convertido en un referente del cine de terror y ciencia ficción, y por ello las expectativas estaban por las nubes máxime teniendo en cuenta que era "el padre" de la criatura, y no otro el elegido para llevar a cabo el proyecto. Tras aprobar el guión definitivo, Scott se lanzó a la producción rodeado de un equipo técnico de garantías, con Dariusz Wolski al cargo de la fotografía y una buena inversión en efectos digitales, así como un reparto prometedor compuesto por Noomi Rapace, el omnipresente Michael Fassbender y Charlize Theron. 

Durante los meses previos al estreno y conforme se iba filtrando información y alguna que otra imagen de la película, Internet se llenó de tráilers, foros encendidos y debates acerca de las conexiones entre esta precuela y las historias posteriores, con especial énfasis en el llamado Space Jockey, una criatura que aparecía en el Alien original como una de las primeras víctimas, seguramente alienígena también, del monstruo protagonista. Scott había manifestado en diversas entrevistas que aquel era un cabo suelto que podía dar mucho de sí, y sobre el que ninguna de las secuelas había reparado, para su sorpresa. El resto estaba envuelto en el más absoluto de los misterios.

La trama de la historia gira en torno a un viaje científico protagonizado por los miembros de la nave Prometheus, nombre sacado de aquel clásico Titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. La clave de la historia está en la búsqueda de respuestas al origen de la humanidad, supuestamente situado en un planeta llamado LV-223 (el planeta de Alien era LV-426, para los frikis del asunto). Allí se dirige una joven pareja de científicos, interpretada por Noomi Rapace y Logan Marshall, bien secundados por una tripulación donde hay un poco de todo (biólogos y geólogos, representantes de la todopoderosa corporación Weyland, robots, etc.) Obviamente, en el planeta en cuestión les esperan enigmas, sustos y carreras con más de una sorpresa final que no desvelaremos, por si acaso.

Prometheus es una película que desde su primer fotograma está gritando a los cuatro vientos su condición de prólogo de una nueva trilogía (no por casualidad Scott y compañía están ya en la fase de pre-producción de la segunda parte), y como tal hay que valorarla. El espectador que acuda a la sala esperando ver un prólogo sin más de Alien se llevará un buen chasco, porque la cinta deja muchas preguntas sin resolver y más cabos sueltos que cerrados, terreno abonado para que la segunda y la tercera parte coloquen definitivamente los pilares sobre los que se sustente la historia que ya todos conocemos.

Esto no quita que tenga sus virtudes, claro. Desde su primera secuencia de paisajes se puede comprobar que el cuidado en esta producción ha sido enorme. Todo, absolutamente todo, recibe un tratamiento visual de primer nivel, algo que hay que valorar especialmente tras los desmanes de las últimas secuelas. Tanto los entornos como las dependencias de las naves y el planeta han sido recreados con una meticulosidad que se agradece, no tanto porque nos ayude a sumergirnos plenamente en la trama, sino porque cumple bien su propósito de hacernos sentir literalmente en otros mundos (y aunque esto pueda parecer una tontería, es algo que yo en cine no había sentido en una sala desde la lejana Horizonte final, que ya tiene unos años). La sala en la que se encuentran las vasijas, con el impresionante rostro humano presidiendo la escena, me dejó con la boca abierta y se va a situar, sin problemas, como uno de los lugares más emblemáticos de la saga.

Y si el marco tiene un tratamiento envidiable, soportado por unos efectos especiales realmente sobresalientes y al servicio de la trama, qué decir del personaje de David. El robot, al que da vida Fassbender con su habitual talento, es todo un "robaplanos" que eclipsa sin problemas a un resto del reparto falto de profundidad. Desde las secuencias de su rutina en la fase previa al despertar de los navegantes hasta su inquietante papel en el devenir de los acontecimientos, David se convierte en la piedra angular de la cinta muy por encima de la supuestamente heroína Elizabeth Shaw (una Rapace algo perdida, me temo: la leyenda de Ripley es demasiado alargada). Únicamente en una escena (el que haya visto la película sabe a cuál me refiero), la actriz demuestra que está más que capacitada para el reto, y hace esperar cotas más grandes en las próximas secuelas, porque el personaje tiene margen de crecimiento.

En cualquier caso, este tipo de cintas no son conocidas por su tratamiento de los personajes. Son las criaturas las que copan el protagonismo, y desde luego la cinta ofrece material de sobra para más de un análisis. Insisto, el que vaya esperando ver la versión que ya conoce se va a llevar una decepción, porque esta saga está destinada, supongo, a explicar cómo los diferentes cruces de razas dan lugar a la creación del Xenomorfo (el alien de toda la vida, vaya). No daré detalles de las criaturas de esta, pero en cualquier caso creo que no van a dejar a nadie indiferente. Es una suerte que ya no estemos en aquellos tiempos donde este tipo de faenas ponían a Hollywood en un brete, porque los efectos actuales permiten todo tipo de virguerías y, sin revelar nada, la última secuencia es todo un regalo para los fans de la saga. Y de nuevo, el nivel de detalle (a veces rayando en lo morboso) de ciertas escenas pondrá los pelos de punta a más de uno.

Por último, los diferentes puntos de giro de la trama, aunque arriesgados, logran el propósito de que no decaiga el interés durante toda la cinta. Los viajes a las excavaciones son siempre interesantes y aportan datos esenciales, y tanto es así que a veces uno tiene la sensación de que todo va demasiado deprisa. Las revelaciones por parte de los llamados "ingenieros" (la raza de los "space jockeys") son siempre bienvenidas, y aceleran hasta un tramo final que es verdaderamente de infarto.

Creo, en definitiva, que espectacularidad, entretenimiento y calidad audiovisual son los tres criterios mínimos que se le pueden pedir a este tipo de películas, y Prometheus ofrece todo eso y más. Seguramente, como ya ocurría con la tercera entrega de Batman, habrá que esperar un tiempo para poder valorar las aportaciones de la cinta a la luz de su saga, pero en cualquier caso esta es una película altamente recomendable, digna heredera de una franquicia, por desgracia, bastante maltratada.