martes, 21 de febrero de 2012

Permítanme un breve desahogo


Hoy nuestro presidente del gobierno ha recalcado, en un encuentro con el primer ministro David Cameron, que las imágenes que se están produciendo estos días a propósito de las manifestaciones de estudiantes y la represión posterior por parte de las fuerzas policiales no son apropiadas porque “No podemos dar esta imagen de España”. Y por una vez, y sin que sirva de precedente, no puedo estar más de acuerdo con este señor. La imagen de las fuerzas de seguridad aporreando a manifestantes pacíficos no se debe repetir nunca más.


Desde el gobierno apuntan teorías conspiratorias de la izquierda para alterar el orden público, ya sea con motivo de la reforma laboral, las cargas policiales de ayer en Valencia contra los estudiantes o el que sea. Cualquier excusa vale, como ha recordado la ínclita Rita Barberá, para que la izquierda cumpla sus objetivos. Y del mismo modo que los trabajadores con nómina pagamos los platos rotos de la reforma laboral, enfrentados a los parados por arte y gracia del mismo gobierno que premia a los empresarios, ahora resulta que la culpa de que la policía cargue sin motivo alguno contra “el enemigo” (palabras literales del jefe de policía encargado de todo el asunto) la tiene la izquierda, la dirección del viento o la alineación de los planetas, que para el caso...


Parece mentira que en un estado democrático se permitan actos de violencia verbal y física como los que estamos viviendo estos días. A los ciudadanos no se nos permite poner en cuestión las decisiones del Tribunal que ha condenado al juez Garzón porque estamos "atacando a la democracia"; no podemos manifestarnos para protestar por una reforma que es un disparate, que sus propios creadores afirman que no va a crear empleo, porque entonces estamos negando lo que es "justo y bueno" para (una parte de) España; los ciudadanos no podemos protestar tampoco por las reformas en educación porque, como ha dicho el señor Gallardón, las fuerzas de seguridad se pueden sentir atacadas y, en justicia, cargar para protegerse. ¿Qué nos queda a los ciudadanos, entonces? Pues según el gobierno, agachar la cabeza y decir que sí a todo, no protestar ni elevar la voz no sea que allá en Europa vayan a tener mala imagen de nosotros, solo faltaba, y ahogarnos en esa estúpida retórica de abrocharse el cinturón, arrimar el hombro y no sé cuántas tonterías más. Y todo esto, claro está, mientras los recortes en derechos sociales, que tanto nos había costado obtener del poder político, continúan a un ritmo tan imparable como la destrucción del empleo. No sé ustedes, pero a mí me parece una vergüenza estar gobernados por semejante atajo de incompetentes.


Ah, y he dejado para el final el mejor argumento de todos: la no menos excelente que los anteriores Dolores de Cospedal ha soltado la perla de que las decenas de miles de manifestantes de los últimos días en las ciudades más importantes del país por estos más que justificados motivos no superan a los millones de votantes del PP, y por tanto no merecen ser escuchados. Se deduce de ello que cuando sean once millones más uno, entonces ya sí habrá motivos para escuchar al pueblo. Me perdonarán el desahogo, pero es que hay que joderse.

miércoles, 15 de febrero de 2012

TOP 16 Nueva Generación: Metal Gear Solid 4: Guns of the Patriots



Puede resultar contradictorio que después de hacer una crítica fuerte a la saga Metal Gear en la entrada anterior escoja a su último representante como uno de los mejores de la última generación, pero lo cierto es que hay demasiados motivos sobresalientes como para ignorar a MGS4: Guns of the Patriots. A pesar de defectos como los ya mencionados previamente, este juego corrige tantos otros y aporta tantas y tan suculentas novedades que sería una injusticia meterlo en el mismo saco que al resto.

Ya quedó señalado también que la tercera entrega añadía elementos muy novedosos e interesantes, y que tenía momentos excelentes, pero fallaba en puntos vitales. Por ejemplo, su introducción es de 20 minutos, y tras una primera misión que consiste en retomar una mochila de un árbol, algo que nos lleva apenas un par de minutos, nos metre otros 15 de secuencias de vídeo. Es decir, que el juego comienza cuando llevamos ya casi 40 minutos sin prácticamente hacer otra cosa que mirar a la pantalla sin más. Una barbaridad.

No obstante, debo insistir en que en el resto del juego la tendencia era más a jugar y menos a mirar que en los títulos previos (apenas había conversaciones de Codec, por ejemplo), y aquí es importante precisar que, por desgracia, MGS4 retoma la sana costumbre de las dos primeras entregas y la lleva aún más allá, hasta límites antes insospechados. Sí, es cierto que hay muy pocas secuencias de Codec, pero agárrense bien porque la cuarta entrega tiene más de 9 horas (¡9 horas!) de vídeo en el que el jugador no hace absolutamente nada. El final dura dos horas, es decir, como una película en toda regla, y además de eso cada una de las cinco misiones diferentes tiene unos tiempos de carga desmesurados, porque obliga al juego a instalar la misión y desinstalar la anterior. De juzgado de guardia. Ahora bien, como este asunto de los vídeos ya nos lo conocemos, hay dos opciones. Habrá quien sea fanático y se los vea y llore de la emoción kleenex en mano o quien, como yo, se harte de ver boberías y huevos fritos (literalmente) y seleccione cuándo le apetece tragarse mandangas y cuándo no. 

Dicho esto, todo lo demás son parabienes para el juego, y de qué nivel. Una edición especial de MGS3 ya añadía la opción de una cámara que se controlaba con el segundo stick, y que permitía rotar el escenario en torno al personaje, lo que aquí se lleva de nuevo un poco más allá, convirtiéndose en todo un prodigio de suavidad. Jamás un título de MGS ha sido tan jugable en todos los sentidos, tan suave en los desplazamientos de la cámara, o tan apropiado para la acción. Si en el MGS1 original de PSX acertar a los rivales era casi más una cuestión de suerte que de puntería, aquí se nota que Kojima tomó buena nota del magistral Resident Evil 4. Ahora Snake apunta en tercera persona, situándose la cámara detrás del personaje, y permitiendo al jugador moverse y disparar. Además, podemos cambiar de hombro pulsando el botón R3 (algo que, por cierto, en RE4 no se puede hacer). Esto hace que las armas se manejen con una facilidad asombrosa y constituye, sin duda, uno de sus puntos fuertes.

Otro aspecto que deja a cuadros es el traje de camuflaje de Snake, capaz de fusionarse con el entorno. Es complicado describirlo con palabras, pero actúa algo así como la piel de un camaleón. La manera en que el juego refleja las diferentes superficies es asombrosa, y además no se trata de un elemento decorativo o del que se puede prescindir, como del engorroso sistema de combate CQC de MGS3. Aquí camuflarse de forma adecuada te puede salvar, literalmente, la vida. Y respecto a las armas, todas las opciones de personalización son tan, tan absorbentes y efectivas en el juego real que pueden terminar convirtiéndose en un auténtico vicio. Todo un acierto.

Por otra parte, se nota que el equipo de Kojima ha tomado buena nota de las críticas recibidas de anteriores juegos. A pesar de que prácticamente repite toda la estructura narrativa (con todo lo malo que eso supone) tiene un sentido del ritmo más intenso, añade enemigos más elaborados (los Gekkos son una pasada, y verlos en acción es impresionante), y los entornos son menos cerrados que en anteriores entregas, por no mencionar que están plaagados de detalles (si disparamos a una botella, por ejemplo, ésta se parte primero, rueda por la mesa y se hace añicos al llegar al suelo). Los menús, además, se han simplificado respecto a anteriores entregas, manteniendo no obstante un aire familiar, y todo ello facilita la labor del jugador, que solo tiene que preocuparse de disfrutar.

Pero lo mejor del juego es la variedad de escenarios, personajes y situaciones. Aunque luego su equipo se negó a matar al personaje, Kojima diseñó inicialmente MGS4 como la despedida de Snake, y por ello trató de hacer algo así como un Greatest Hits, donde volvían personajes clave (qué gran decisión, la vuelta de Meryl o el rol secundario de Rayden) y se volvía al mítico escenario de Shadow Moses, reelaborado para la ocasión. Al margen de nostalgias varias, ver las calles de Praga de noche o las de Oriente Medio a plena luz del día es toda una delicia, una bienvenida variedad después de la monotonía de la trilogía original, donde siempre nos movíamos por el mismo escenario. Y además de todo esto, MGS4 incluyó un modo online de lo más completo, ampliando aún más la experiencia del juego, y que ha estado funcionando a pleno rendimiento hasta hace bien poco. Una pasada.

MGS4 recibió puntuaciones perfectas o casi perfectas y, por una vez, me pareció adecuado. Es un juego soberbio, que demuestra todo el potencial de la séptima generación y corrige, mejora y pule muchísimos defectos de anteriores entregas. Por todo ello, no creo que este sea un juego tan sobrevalorado como los anteriores, aunque sigo pensando firmemente que futuras entregas deben replantearse en serio su filosofía general de juego, porque incluso aquí sigue habiendo situaciones que nos invitan a invocar el karma interno (al margen de ese final de más de dos horas, infumable, está el combate a pantalla dividida entre Snake y los Gekkos mientras Raiden se parte la pana con Vamp sobre el primer Metal Gear: la acción se divide en dos, dejándonos a los jugadores el duelo más aburrido (el de Snake) y en el colmo de los colmos, no podemos ver lo que está haciendo Raiden, que es al que realmente nos gustaría controlar, porque de lo contrario los Gekkos nos acribillan y game over al canto. Tan incomprensible como, de nuevo, frustrante).

Las posibilidades en este sentido son enormes y pueden dar lugar a mejoras que todos agradeceríamos, además de darle un aire más fresco a la saga. Por ejemplo, una opción que nadie parece haberse planteado hasta ahora, en esa línea de otorgar más papel al jugador, es el empleo de Quick time Events en las secuencias cinemáticas. Cualquier cosa que sirva para que Kojima se haga cada vez menos omnipresente y el jugador sea más protagonista puede llevar a MGS5 al olimpo que, ahora por fin sí, parece que le empieza a corresponder a la franquicia.





P.d: Actualización de septiembre de 2012: Debe ser que en Konami leen La Trastienda, porque después de mis quejas sobre no poder controlar a Raiden, se anunció un juego en exclusiva para el nuevo cyborg-ninja: Metal Gear Rising: Revengeance. Desarrollado en colaboración con Platinum Games, tiene toda la pinta de ser un más que digno hack and slash (un juego de acción de toda la vida, vaya), donde vamos repartiendo espadazos a diestro y siniestro. Por mucho que haya sido objeto de furiosas críticas, a mí me parece que promete bastante. Respecto a la trama central, en Konami han anunciado hace bien poco un nuevo Metal Gear Solid, subtitulado Ground Zeroes, que presuntamente saldrá el año próximo para PS3 y Xbox 360, protagonizado por el padre de Solid Snake en los años 70, y que servirá como prólogo para el MGS5, ya casi con toda seguridad en la próxima generación. Seguiremos al tanto.

Los mejores/peores juegos de la historia (1): Metal Gear Solid 1-3






Allá por 2001, y con la sana intención de cambiar la óptica desde la que hasta entonces había vivido el mundo de los videojuegos (Sega y Nintendo, básicamente), me decidí a comprar una Playstation 2, de Sony. El juego que incluía aquel pack especial era Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty, que venía abalado por un enorme éxito de crítica y público.


Aquellas dos semanas que tardé en completarlo fueron, al mismo tiempo, espectaculares y frustrantes. Fueron espectaculares porque, francamente, nunca había jugado a un videojuego tan virtuoso en todos sus aspectos técnicos. Gráficamente era apabullante, con un tratamiento de texturas, personajes y espacios abiertos que me dejaba impresionado a cada paso que daba. A nivel de música y sonido, la banda sonora de Harry Gregson Williams y las voces de todos los actores me hicieron sentir (a ratos) como en una película de espías, y la enorme cantidad de detalles en armamento, inteligencia artificial de los enemigos y espectaculares secuencias cinemáticas no hicieron sino aturdirme. Para cuando hube terminado el juego me sentí como si acabara de salir, literalmente, de un ciclón.

No obstante, mi entusiasmo fue en todo momento paralelo a la frustración porque hubo otros muchos aspectos que me dejaron boquiabierto, pero para mal. No entendí cómo era posible que un juego de apenas diez horas dedicase más del 50% de dicho tiempo a las secuencias y conversaciones entre personajes, en las que el jugador no intervenía para nada. Y si bien las primeras eran algo más llevaderas, a pesar de su enorme duración, las conversaciones a través de una especie de radio llamada Codec me parecieron aburridísimas. Estas charlas aparecían cada dos por tres para soltar unas parrafadas inmensas que iban desde aspectos supuestamente relacionados con la trama a otras reflexiones, de una filosofía barata y deplorable, acerca del sentido de la vida. El final me resultó absurdo y desquiciante porque, además de no resolver nada esencial, parece que no va a terminar nunca y uno termina ya hastiado de tanta cháchara que no va a ningún lado, una molesta sensación que llevaba arrastrando desde la primera escena del juego.

Aquel fue el primero de los mejores-peores juegos que he tenido el placer de disfrutar en mi vida, pero no el único. Con esto de mejores-peores me refiero a aquellos títulos que combinan en uno solo virtudes extraordinarias con defectos colosales, casi tan importantes o más que sus muchos aciertos. Estos juegos, en realidad sagas famosísimas como Grand Theft Auto, God of War, Call of Duty: Modern Warfare, el propio Metal Gear Solid o el mismísimo FIFA son solo ejemplos de franquicias exitosas que se prolongan indefinidamente con epígonos que poco o muy poco tienen que añadir a sus primeras versiones, pero que cuentan con unos equipos de desarrollo fabulosos que otorgan a estos títulos apartados técnicos bestialmente poderosos. Algo que, no obstante, no es suficiente para ocultar que en el fondo hay muy poco juego detrás de tan linda carcasa.


El caso de Metal Gear Solid es, muy por encima de los demás, paradigmático. No hay otra franquicia que ofrezca menos juego por más dinero, lastrada como está por unos argumentos sencillamente bochornosos sobre espionaje y armas nucleares, donde su supuesta madurez narrativa y rollo adulto y realista se va al traste al combinarse, (con bastante torpeza, por cierto), con criaturas entre lo fantástico y lo hortera que corren sobre el agua, vuelan o sueltan rayos a su antojo.

Entiendo que estoy hablando de una saga que tiene millones de admiradores, y soy el primero que destaca el esfuerzo de su creador, Hideo Kojima, por sacar al público de los ya agotadores peluches saltarines o zombies malolientes. Ya digo que todos los juegos de esta saga son fabulosos técnicamente, y que ofrecen una experiencia diferente y a ratos intensa, pero eso no quita que tengan fallos, que los tienen, y muy gordos.

Después de jugar a MGS2 esperé varios años hasta probar el siguiente, la cuarta entrega, que apareció en 2008 para Playstation 3. Y al igual que su predecesor, me pareció un juego salvaje a nivel técnico, que superaba a los anteriores juegos en cuanto al control del personaje y las armas, pero volvía a incurrir en no pocas rutinas aburridas y agotadoras. Me ocuparé de él en la siguiente entrada, pero ya adelanto que su mayor defecto es su herencia de sus predecesores: las secuencias cinemáticas se me hicieron insoportables (eso de dejar el mando en la mesa y sentarme, de brazos cruzados, mientras los personajes se baten el cobre no termino de entenderlo, por mucho que me hablen de conceptos postmodernos del videojuego).

Lo siento mucho, pero para mí la gracia de un juego es su posibilidad de interacción entre el jugador y el mundo de ficción, y eso se echa a perder si tal cosa te la escamotean para deleitarte con charlas infinitas, saltitos y patochadas excesivamente orientalizantes (por mucho que la saga tenga pretensiones occidentales, es más manga que Goku). Los argumentos de MGS son, en general, de una estulticia aplastante; resulta anacrónico con tanto insistir en la amenaza nuclear y las teorías conspiratorias, y encima está lleno de contradicciones y absurdos: son tantas las ocasiones en que los malos tienen la posibilidad de matarte y en lugar de eso se lanzan alegremente a soltarte otro rollazo más que ya no sé si realmente a quien quieren aniquilar es al jugador, de puro aburrimiento, o al pobre Snake, a quien yo no sé quién le ve carisma más allá de su careto estirado y sus penosos modales de macho alfa acomplejado.


Poco después de terminar MGS4 cayeron en mis manos las copias del primer Metal Gear Solid, en la versión para GameCube de 2004 que incluía notables mejoras, y la de Metal Gear Solid 3 para PS2 y lamento decir que, aunque son buenos juegos, tienen exactamente los mismos fallos que MGS2. A pesar de su intensidad MGS1 es cortísimo, apenas cinco horas de juego en total, y su final es espantoso. Por su parte, MGS3 tiene alguno de los mejores momentos de la saga: para empezar es considerablemente más largo, está ambientado en los 60, que ahí lo de la guerra nuclear encaja mejor, y la idea de la supervivencia en general y en especial el combate contra el francotirador en la selva son una maravilla. Sin embargo, esta entrega está plagada, como las demás, de situaciones bochornosas y dudas metafísicas que nadie ha sabido resolverme (¿por qué en ninguno de los 3 primeros MGS se puede correr y disparar a la vez, o por qué la cámara es tan horrible en todos ellos, y el control tan brusco? ¿por qué en MGS3 todas las mujeres van enseñando escotazo si están en Rusia a menos no sé cuántos grados? ¿Por qué cuando matas a un animal se convierte en una lata de comida? ¿Por qué hay un tío que controla a las AVISPAS?).

En el fondo, me dolió comprobar que todos los Metal Gear son, en esencia, el mismo juego: un escenario 100% pasillero por “explorar”, una inflitración forzada que más se parece al escondite que otra cosa (ay, esas cajas de cartón...), un armamento que va in crescendo hasta llegar al inevitable lanzacohetes para el tanque nuclear de turno, soldados algo idiotas repartidos por todas partes, un grupo selecto de malvadísimos secuaces del malo que te vas cargando de uno en uno y que tienen más que ver con súper héroes de pacotilla que con soldados de verdad (ay, ese vampiro correoso; ay, esa mujer a la que le rebotan las balas; ay, ese astronauta lanzafuegos en espacios cerrados...), y un malo final que, salvo The Boss en MGS3, suele ser tan soso como arquetípico (y en el caso del malo reencarnado en el brazo de otro, el tal Liquid Ocelot, eso ya es surrealismo del más vergonzante). De todas formas, lo peor de estos juegos es esa paradójica mezcla de disfrute y decepción a cada momento. Por cada buen detalle ofrecen algo que chirría hasta el extremo, e incluso el mejor de la trilogía, MGS3, desespera con sus varios finales seguidos y mete con calzador al personaje de Ocelot, un memo que no para de decir bobadas y de hacer el idiota con sus pistolitas.


La saga de Metal Gear sorprende, además, por su declarada autocomplacencia y pretenciosidad, como si cada uno de sus capítulos se considerase a sí mismo el culmen de la industria, cuando en realidad están bien lejos de serlo. Como ya digo, son cualquier cosa antes que un juego de verdad, en el sentido de que el jugador no participa realmente de la historia, sino que más bien es un espectador con momentos aislados de intervención. Y, tomadas como pseudo-películas, los horrendos diálogos y su sentido del clímax no tienen desperdicio (en todos ellos, siempre antes del duelo final, el malo de turno se suelta una parrafada de por lo menos 10 o 15 minutos porque, y aquí cito literalmente, “es mejor saber antes de morir”: eso es tensión narrativa y lo demás son tonterías).

Es posible que Hideo Kojima imprima a sus juegos un carácter atractivo para los jugadores, no lo dudo, y se agradece una propuesta de juego que no se limite a entrar a lo Rambo en las bases militares de turno. No obstante, lleva haciendo el mismo juego 25 años (antes de la saga Solid ya hubo dos juegos anteriores para MSX con idéntico argumento, en 1987 y 1990), y yo creo que ya va siendo hora de que alguien le diga a este hombre que no sabe escribir historias, ni diálogos, ni nada de nada. Sus personajes son todos de cartón piedra, acumulan clichés uno tras otro y es muy difícil empatizar con ellos, algo fastidioso cuando pasamos tantas horas de vídeo a su lado. Una lástima, porque los recursos que Konami le da a Kojima (parece un trabalenguas, lo sé) son tan ilimitados como llenos de potencial, y se merecerían mejores resultados.

A todo esto, y como no podía ser menos, Kojima y su equipo amenazan en 2014 con sacar MGS5: el (enésimo) retorno de Solid Snake. Por desgracia, solo tienen dos caminos. O siguen haciendo la guerra por su cuenta, con todas sus manías y defectos, o continúan la senda de MGS4 y lo mejoran, algo que se puede hacer, y mucho. Yo, personalmente, prefiero esta segunda opción, porque de lo contrario me temo que voy a perder el poco interés que me queda por esta saga.

domingo, 12 de febrero de 2012

El fantasma contraataca (parte II) / Cinefórum 17: La Amenaza Fantasma


Una de las creencias habituales cuando se valoran películas consideradas de aventuras infantiles o juveniles es que, tratándose como se trata de cine supuestamente menor, el nivel de exigencia debe ser, en consecuencia, más bajo de lo que se les puede pedir a los grandes dramas, esos que suelen competir en la carrera de los Oscar. Las películas de ese primer grupo, las de palomitas de toda la vida, parece que juegan en una liga diferente y pueden, por tanto, permitirse lujos y excesos que los grandes dramas deben tratar de sortear con habilidad, equilibrio y calidad.


Pues bien, yo no puedo estar más en desacuerdo con semejante creencia. A mí me da igual el género, clase o liga en el que supuestamente juegue cualquier película. Sea del tipo que sea, esperaré de ella una serie de criterios mínimos de calidad, y especialmente cuando se trata de la continuación de una de las sagas de aventuras más famosas, y con justicia, de la historia del cine, el nivel de exigencia puede, y debe, ser acorde con la calidad mostrada por las predecesoras.


Sirva este largo preámbulo para poner de manifiesto mi total rechazo ante aquellos que se rasgan las vestiduras cuando se hace la más mínima crítica al Episodio I: La Amenaza Fantasma, y dicen que es una barbaridad pasar por la plantilla crítica a una película “de niños”, “sin pretensiones” y que lo único que pretende es sencillamente “entretener”.


Semejantes juicios no pueden estar más desviados de la realidad de una cinta que contó, en su momento, con más de 115 millones de dólares de presupuesto, que recaudó 924 millones en todo el mundo, que fue candidata a tres Oscars (en aspectos técnicos, obviamente), y por la cual miles de trabajadores dejaron el 19 de mayo de 1999 de acudir a sus puestos de trabajo; una película cuyo desarrollo y dosis de información se seguían con febril entusiasmo a través de Internet como no había sucedido nunca hasta entonces, y que llevó a proclamar a no pocos medios de comunicación que nos encontrábamos ante la película más esperada de la historia del cine. ¿Y todavía se atreve alguien a decir que aquí no había pretensiones?


Es posible que la gigantesca expectación fuera realmente difícil de satisfacer, pero visto con la perspectiva que da más de una década desde aquel estreno, lo cierto es que el Episodio I tenía muchos defectos, demasiados como para que pasaran desapercibidos hasta para el más acérrimo (y por tanto, ciego) de los fans.


Y el mayor problema de esta película no es, como muchos claman, sus absurdos personajes o sus más que mejorables diálogos, y ni siquiera el abuso de unos efectos visuales que, en la batalla final, llegan a estragar. Todo eso es cierto, pero sería casi un detalle menor si no fuera porque la historia que cuenta es aburrida y de una imbecilidad suprema, que carece por completo de sentido en sus muchos e innecesarios giros, y porque para cuando pretende remontar el vuelo con alguna que otra secuencia meritoria, es demasiado tarde: el daño ya es irreversible.


Las decisiones argumentales básicas de Lucas fueron, cuando menos, cuestionables. Es cuestionable la elección de un Anakin niño como personaje clave, y sobre todo del modo en que aquí está plasmado. Puede que funcione de cara al público infantil que se pretende conquistar, pero desde luego lastra el desarrollo de la trama, crea una confusión notable con su futura amante, que parece su madre o cuando menos su hermana mayor, y encima viene acompañada por una personalidad ñoña e insoportable que para nada, y por mucho que el poster promocional así nos lo indique, nos hace pensar ni de lejos en Darth Vader.


Al margen de eso, la trama va dando bandazos notables de aquí para allá sin que nada tenga el menor sentido, acumulando casualidades una detrás de otra (ay, esa avería que nos obliga a parar en Tatooine...), y al final uno tiene la sensación de que Lucas y sus diseñadores tenían demasiada prisa por mostrarnos los muchos planetas que aparecen en la película, con sus diferentes mundos y submundos, para que alucinemos con lo bonitos que son, y lo que menos importa es si realmente era necesario tanto traqueteo. Star Wars IV (la primera de todas, para entendernos), sólo tenía dos escenarios básicos, el desierto y la Estrella de la Muerte, y no hacía falta nada más para tenernos agarrados a la silla toda la película. Pero claro, ahí la intención sí era hacer pasar un buen rato.


Además, en La Amenaza Fantasma hay situaciones a todas luces innecesarias, como todas las que protagoniza la raza de los Gun Gan (¿recuerdan la escena aquella de los peces que se quieren comer el submarino? ¿qué aportaba eso a la trama?), y otras que, de tan forzadas, ya uno ni se las plantea (todas las decisiones de Qui Gon Jinn, especialmente con el tema de las apuestas de la carrera de vainas). Pero lo peor de todo es la resolución de la trama, esa batalla final con una estrategia nula que se resuelve con otra magnífica casualidad (ay, ese núcleo central al lado del hangar donde cae, ay, el niño insoportable con su ¿nave?). En definitiva, que no hay por donde cogerlo.


Y mira que esta película, a diferencia del Episodio IV, sí estuvo bendecida en todos sus aspectos: tanto a nivel presupuestario como de tiempos de rodaje y estreno Lucas pudo gozar de total libertad; tuvo un casting fantástico, compuesto por un trío principal de actores como Liam Neeson, Natalie Portman y Ewan McGregor, ahí es nada; tuvo excelentes diseñadores (el trabajo de Doug Chiang es tremendo), y contó con el siempre eficaz Ben Burtt para los efectos de sonido y con el maestro Williams para crear un temazo como el Duel of Fates. Esta vez Lucas sí disponía de la tecnología digital para recrear a su antojo cuanto quisiera, como demuestra la magnífica secuencia de la carrera de vainas, e incluso contó con un coreógrafo para el duelo de espadas láser, que le brindó la mejor pelea de toda la saga, con una diferencia abismal con todas las demás. Y por si fuera poco, tenía a Darth Maul, que es un villano con un diseño de aúpa y capaz de hacer unas virguerías físicas envidiables.


Pues bien, todas esas bondades quedaron más que eclipsadas por los defectos ya mencionados. La amenaza fantasma tenía todas las papeletas para haberse convertido en un referente del cine moderno de aventuras, pero no lo fue porque Lucas no supo estar a la altura del reto y nos ofreció una propuesta aburrida y cargante. Además, se encontró con la única casualidad que no estaba escrita en su “guión”: el estreno, casi simultáneo, de una peliculilla llamada Matrix. El resto (4 Oscars técnicos para la película de los hermanos Wachowski, reconocimiento universal, impacto cultural astronómico, herencia innegable en el cine posterior...) es historia, y ahí, casi tanto como en la billetera, es donde más le duele a Lucas.


Y eso que todavía faltaban por llegar Frodo y compañía para hacer aún más innecesarios e intrascendentes los estrenos del Episodio II y III, que arrastrarían no pocos defectos heredados de esta primera parte que ahora se reestrena a bombo y platillo. Qué pena, en definitiva, que tanto potencial, tantos medios y tanto despliegue quedara en tan poca cosa.



El fantasma contraataca (parte I)


Por si no fueran suficientes los estrenos y reestrenos en cine, las reposiciones en VHS, DVD, BLU-RAY (y las que quedan), el polémico “director” George Lucas nos obsequia con una nueva invitación a pasar por taquilla y pagar (una vez más) para ver su celebérrima saga galáctica en cine, Star Wars, esta vez con la más que discutible excusa de las tres dimensiones. Y por si fuera poco, el festival tridimensional comienza con la más controvertida de todas, Episodio I: La amenaza fantasma. Afirma Lucas, con voz grave y solemne en sus entrevistas, que realmente ahora es cuando los espectadores van a poder disfrutar de esta magna obra tal y como fue concebida originalmente.


Lo diré antes de nada para evitar ambigüedades: yo soy de esos que creen que con la trilogía original (1977-1983) era más que suficiente. Soy de esos que piensan que, a pesar de indudables aciertos visuales, sonoros y de banda sonora de la nueva trilogía (1999-2005), los nuevos episodios no solo no aportan nada en absoluto a la historia sino que, muy al contrario, la embrollan hasta el infinito, arruinan sus puntos de giro claves y encima entran en paradojas, absurdos inexplicables y francas contradicciones con lo que luego cuentan los supuestos episodios IV, V y VI. Un desastre, en definitiva.


Que nadie se lleve a engaño. La única razón (la única) por la que Lucas decidió rodar los episodios I, II y III fue porque estaba sin un duro y porque ya había vendido los derechos para continuar la historia que, supuestamente, había cerrado El retorno del jedi. Eso significa que, o bien se metía en pleitos contra las decenas de libros, cómics y muñequitos que ya hablaban de los hijos, nietos y biznietos de Han, Luke y Leia, o se inventaba una nueva historia que no tuviera nada que ver con ellos, lo que auguraba un sonoro fracaso. Así que, dicho y hecho, el “creador” se encerró en su despacho y no se le ocurrió otra cosa que darle una vuelta de tuerca a lo ya visto y asegurar que, en realidad, la trilogía original no era sino la mitad de una historia que él había concebido como un relato en nueve partes (es decir, tres trilogías), cuyo protagonista era el villano de dicha historia, Darth Vader, y que era de justicia contar la primera, que trataba de sus orígenes.


Hay que fastidiarse. Este hombre se cree que los (millones de) fans de Star Wars somos todos imbéciles y quizá no le falte razón, a juzgar por sus astronómicos ingresos. Lógicamente, en toda creación de una historia es preciso que haya una serie de hechos previos que expliquen de dónde viene cada personaje principal. El rey Arturo no se puede entender sin las acciones de su padre, Uther Pendragón, del mismo modo que La Ilíada no se puede justificar sin la explicación del juicio de Paris y el rapto de Helena. Ahora bien, de ahí a decir que en realidad el protagonista del ciclo artúrico es Uther, o que en realidad el meollo de la Ilíada está en el juicio de Paris solo se puede explicar si el que afirma tal cosa es idiota o, peor aún, si considera que su auditorio es meningítico perdido.


Y puede que, en este caso, lo sea. No me explico cómo puede ser, si no, que haya tantos miles de personas disfrazadas, ya con una edad, haciendo el botarate en los estrenos de cine, o esos miles de personas que afirman que creen en la religión de la Fuerza (sic), o esas riadas que se amontonan en las convenciones de frikis para ver los últimos muñequitos que cuestan el ojo de la cara. Este hombre se está haciendo de oro a base de darle basura a un público que, en el colmo de los colmos, la pide a gritos, y es algo que no consigo entender.


A mí, desde luego, como seguidor que era de la saga original, la nueva trilogía me provocó una decepción de tal magnitud que a punto estuvo de borrar el recuerdo infantil de cuando soñaba con tener una espada láser (para sembrar el caos en el colegio, no se vayan a pensar en ninguna cruzada justiciera). Los nuevos episodios están plagados de personajes y diálogos infames (el sapo ese llamado Jar Jar Binks, o Anakin en todos y cada uno de los episodios, pero especialmente cuando afirma a su amada que “cuanto más me acerco a ti, más siento que crece y crece”); pone a personajes clásicos, como Yoda, a botar como una rana loca espada en mano para, inmediatamente después de haber luchado como un toro, encorvarse senilmente y agarrar su bastoncillo, y nos intenta colar que Darth Vader fabricó a C3PO y que luego no se acordaba de nada. Y de lo de los midiclorianos, mejor no hablemos, porque es para llorar.


Cualquiera que conozca las películas originales sabe que uno de sus puntos fuertes está precisamente en las revelaciones finales, acerca del parentesco del villano con los dos personajes principales. Si uno es capaz de soportar los episodios I, II y III, ese archiconocido momento en que Darth Vader dice aquello de “Yo soy tu padre” en El imperio contraataca no le provocará el más mínimo temblor, porque ya lo sabrá desde hace tres películas, y eso no tiene ningún sentido. Toda la mística y el misterio de la trilogía original, todos los puntos oscuros de una historia que los personajes van descubriendo poco a poco se va literalmente al carajo por culpa de unas “precuelas” que lo único que consiguen es quitarle la gracia a todo lo que viene después.


En cuanto al argumento de que Darth Vader es el verdadero protagonista de la saga, me parece igualmente insostenible se mire por donde se mire. Vader es parte de la cultura popular como la encarnación del mal, es el Hitler de la ficción fantástica, y por eso rechina aún más que se convierta en el protagonista de la nueva trilogía (en la otra es Luke Skywalker, y punto). ¿Quién va a empatizar con un personaje que primero es irritante, luego es idiota y finalmente es aún más idiota e irritante porque decide volverse malísimo de repente por un motivo tan espúreo como injustificado? Si Lucas fuera mejor escritor podría haber hecho una transición más creíble, que pasaba necesariamente por presentar al Anakin niño como un demonio en potencia, y no como el querubín angelical que finalmente hizo. Para que su proceso hacia el mal fuera más creíble debería haber una profundidad psicológica y traumas que justificaran dicho proceso, pero aparte de un ataque de mamitis y unos celos infundados, no hay nada. Y todo esto suponiendo que fuera justificable, desde el punto de vista narrativo, que el villano sea el protagonista, que insisto en que va en contra de todos los principios de la teoría literaria por mucho que el “visionario” Lucas se empeñe.


Total, que a todo esto llega el 10 de febrero de 2012, y La amenaza fantasma vuelve remasterizada y tridimensional para deleite de los fans que, una vez más (y las que les quedan) pagarán para ver lo ya visto y oído. Pobrecitos míos.

martes, 7 de febrero de 2012

La Edad de Oro


Un buen amigo cumplió el otro día la nada despreciable cifra de 30 años, así que le llamé para felicitarlo, como es mi sana costumbre cada vez que llegan estas fechas, y a pesar de que dicha costumbre incluye también un alegre y sano intercambio de saludos y anécdotas, esta vez la conversación dio un giro que no me esperaba.


Y es que mi amigo estaba en crisis, según me confirmó él mismo con un tono de voz lacónico y apesadumbrado. Una crisis que él asociaba con sentirse en la mitad del camino de la vida, con una conciencia cada vez más clara de lo fugaz que es todo, de lo rápido que se le ha pasado la juventud y, con ella, tantas oportunidades perdidas, desaprovechadas, que ya nunca volverían. Me habló de novias que pudieron haber sido, de carreras que debieron haberse evitado, de viajes y experiencias que ya nunca se podrían hacer con la misma energía y vitalidad de la juventud perdida, de aquellas energías de entonces que se habían trocado en los achaques del ahora...


Reconozco que mi primera reacción fue colgarle inmediatamente o, mejor aún, mandarle a freír espárragos y luego colgarle. Uno llama con toda su buena intención y el mejor de sus ánimos, esperando compartir un par de risas, y va y se encuentra con semejante panorama filosófico-apocalíptico que, sinceramente, a mí me pareció injustificado, dramático y desproporcionado.


Resulta triste comprobar que en esta sociedad en que vivimos haya calado hasta niveles tan enfermizos esa exaltación desaforada de la juventud y la belleza por encima de todos y cada uno de los valores éticos, morales o de comportamiento, que son los que realmente deberían definir a una persona, muy por encima de sus arrugas o sus michelines.

Sin embargo, está claro que aquí solo nos vale lo inmediato, lo fresco y lo novedoso, incluyéndonos a nosotros mismos. Una persona como mi amigo, que acaba de llegar a la plenitud de su vida, que ha terminado al fin su etapa de formación y puede, y debe, tomar las decisiones y emprender las acciones que quiera y se pueda permitir, resulta que va y se deprime porque al no sentirse “joven” se ve automáticamente en el extremo opuesto del espectro, es decir, viejo, obsoleto e inútil.

Tuve que hacer un verdadero esfuerzo por contenerme y, muy al contrario de lo que me pedía el cuerpo, traté de explicarle mi punto de vista de la forma más razonable que me fue posible. Mucho me temo que la infancia y adolescencia del más común de los mortales se reduzca, salvo casos excepcionales, a abrir los ojos al mundo y tratar de acostumbrarse a un cuerpo y un cerebro en constante proceso de transformación. Mucho me temo, continué diciendo, que la tan manida juventud no sea sino una idealizada y sobrevalorada etapa que, para el más común de los mortales, se limite a un ciclo de formación académico, laboral y vital, que está jalonado de experimentos y sinsabores y, que, lógicamente, proporciona también esas experiencias que luego son las que se terminarán idealizando y sobrevalorando. Lamentarse por el inevitable paso del tiempo y obsesionarse con el envejecimiento celular o la caída del pelo resulta penoso porque, paradójicamente, nos roba ese tiempo del que no disfrutamos, esa vida que gastamos en inútiles lamentos que no van a ningún lado o que, en el mejor de los casos, nos dejan tan deprimidos (y deprimentes) como a mi amigo.

Puedo entender, hasta cierto punto, una dosis de nostalgia e incluso una cierta reflexión ante una edad que avanza a un ritmo lento pero constante, y entiendo que uno se pueda dejar llevar (un poco) por el valor simbólico del cambio de década. Ahora, de ahí a que una persona de 30 años se arroje gustosamente a los pesares de una persona de 80, creo que hay tanta distancia como el medio siglo (¡medio siglo!) que los separa.

Qué bonito habría sido, pensé ya cuando finalmente le colgué deseándole una pronta recuperación, que me hubiera contado lo bien que se sentía en su nueva vida, viviendo en su casa con su pareja y con su proyecto de formar una familia; qué lindo, que dirían los argentinos, hubiera sido recordar las muchas veces que nuestra bisoñez nos llevó a meter la pata mil y una veces (y las que nos quedan), o lo plena y satisfactoria que ha sido, en general, una vida acomadada en la que no nos ha faltado de nada.

Pero todo eso, como tantas otras cosas, él parecía no entenderlo o a lo mejor es que lo había olvidado. En cualquier caso, perder la perspectiva y glorificar la Edad de Oro hasta el delirio me parece un notable error que nos impide vivir como es debido las demás edades, tan brillantes o más que esa que dejamos atrás. Y eso sí que es para lamentarse.