domingo, 30 de mayo de 2010

La isla del Tesoro



Hace unos años, las películas, y en especial las producciones de carácter más comercial, poseían una predominancia abrumadora sobre otras formas de ocio. Los videojuegos eran poco menos que un juguete para niños, mientras que la televisión era caldo de cultivo de, con muy honrosas excepciones, productos de mala calidad interpretados por actores de tercera, cuarta o quinta fila.

2004 marcó un momento clave en la historia de estos tres gigantes de fabricar dinero por dos motivos: el primero de ellos es el pistoletazo de salida de la séptima generación de consolas de videojuegos, una industria que ha llegado a barrer al cine como rey de los beneficios económicos del ocio (de todas las edades y sexos). El segundo, y no menos importante, es la aparición de una serie que iba a modificar totalmente el panorama televisivo-cinematográfico: LOST.

Hace sólo unos días que la serie ha puesto punto y final a su andadura, tras seis años en los que su repercusión ha ido en aumento exponencialmente. Después de un comienzo algo titubeante que pronto adquirió categoría de culto gracias a las infinitas posibilidades de Internet y a numerosas reposiciones por televisión. No obstante, fue en los foros de la red, en los chats y en las miles de páginas de aficionados donde Perdidos cobró una dimensión que ni el más optimista de sus creadores había soñado. La serie era seguida en más de 60 países de todo el mundo con una expectación sin precedentes, con millones de descargas semanales, audiencias televisivas que rondaban los quince millones de espectadores (sólo en EEUU) y una auténtica fiebre que tuvo su clímax el pasado 23/24 de mayo, momento en que se emitió en todo el mundo y a la misma hora para evitar filtraciones el último capítulo, titulado, para desgracia de muchos fans, The End.

Como siempre, ante un final tan esperado hubo reacciones de todos los tipos: algunos se dejaron llevar por la decepción, incluso el enfado, sintiéndose defraudados ante lo que consideraban un desenlace demasiado abierto, incluso beato. Una minoría se quedó más bien fría, como si no supieran bien cómo interpretar aquello. Y unos pocos, muy pocos, que nos sentimos satisfechos y pusimos fin, con una sonrisa en la boca, a una experiencia (de ocio: no se vayan a pensar que hablo de nada trascendental) simplemente inolvidable.

Hay muchas razones para sentirse así, y creo que incluso los fans más acérrimos de la serie (en general, los más defraudados) podrán entenderlo. Perdidos tiene una repercusión que excede con creces a los de su propia condición de serie. Es la serie de las series de la época moderna, un verdadero fenómeno al amparo del cual muchos guionistas han visto luz verde para proyectos de lo más dispar. El crecimiento del sector televisivo de los últimos cinco-seis años es algo que no tiene precedentes, y que ha dado frutos de toda clase y condición, algunos soberbios (Breaking Bad, Dexter o En terapia) y otros no tanto, especialmente en sus infumables segundas, terceras o cuartas temporadas (Prison Break, 24, Fringe o House, por citar sólo algunos ejemplos ilustres). Perdidos abrió la veda de ese conejo televisivo que ahora campa a sus anchas con aire triunfal, y ese mérito es tan innegable como, paradójicamente, peligroso (la pregunta que muchos se hacen ahora es: ¿Y ahora, qué?)

Es cierto que la televisión siempre ha gozado de buena salud general, y que hay series que han tenido un reconocimiento generalizado de crítica y público (pienso en Twin Peaks, Expediente X o Los Soprano, tirando de archivo reciente), pero aquello eran excepciones frente a un panorama actual donde la televisión es, claramente, un caballo ganador. Los mejores actores se rifan por tener su serie (Glenn Close, Gabriel Byrne, Tim Roth, Lawrence Fishburne y un larguísimo etcétera), las productoras invierten mucho dinero en medios, decorados, actores y hasta efectos visuales, por no mencionar la cantidad de remakes de series antiguas de los 80 y los 90 (casi todas ellas innecesarias, por cierto. Vean si no la lista: El coche fantástico, 90210, V…)

Toda esa eclosión es mérito de Perdidos, de ese genio llamado J. J. Abrams y de unos guionistas que han manejado con una habilidad soberbia la tensión narrativa necesaria para mantener a millones de seguidores enganchados a las seis temporadas de la serie. Es cierto que hubo altibajos, e incluso serias dudas de que supieran hacia dónde iba todo aquello (la serie es complicada hasta decir basta, e imposible de resumir en unas pocas líneas). Sin embargo, parece que al final todo encaja, o al menos la mayor parte y lo fundamental, que podríamos resumir en tres preguntas básicas (hay muchas más, lo sé): ¿Qué misterio se esconde en la no menos misteriosa isla que sirve de escenario a la serie? ¿Por qué los pasajeros del Oceanic 815 se estrellan ahí? Y, sobre todo, ¿por qué precisamente ellos, que parecen tan unidos por una serie de caprichos del destino, y no otros?


A todo ello se da su debida respuesta (debida a mi juicio, entiéndase), que no es una respuesta necesariamente científica. Ahí está, creo yo, la clave de la decepción de muchos losties (término que designa al fan-talibán de Perdidos): esta serie no se puede explicar racionalmente, por mucho electromagnetismo que se nos quiera meter en alguna que otra temporada. Esta serie, lejos de teorías científicas, ancla sus raíces más profundas en las mitologías cristiana, griega, egipcia, budista… la lista es interminable, como lo es la multitud de interrelaciones entre unas y otras. ¿Ejemplos? A granel: unos hermanos fundacionales que se pelean por un territorio, un ángel caído convertido en el aterrador demonio de la isla, un navegante que naufraga en su vuelta a casa para desposarse con Penélope (nombre literal de personaje), un protagonista con dotes de líder cuyo apellido es Shepherd (pastor), resurrecciones, viajes al más allá… Podría seguir todo el día.
Y a eso une unos personajes complejos y llenos de matices, que evolucionan como pocas veces se ha visto en una serie, acompañados siempre por la acertada partitura de Michael Giaccino y el ojo clínico de Abrams en los momentos más complicados, que los hubo (ay, esos viajes en el tiempo…). En realidad, la clave de la serie no está tanto en saber qué va a pasar como qué les va a pasar, ya que es imposible no entablar vínculos con la mayoría de personajes inolvidables (Locke, Benjamín, Hugo…) y otros algo más tópicos, pero en cualquier caso muy bien interpretados por un elenco acoplado y comprometido con su propósito de hacer un producto de ocio de primer nivel.

Con la marcha de Perdidos se pierde el referente principal del surgimiento televisivo de los últimos años. Ahora mismo se abre un vacío marcado por el clamoroso fracaso de sus supuestos sucesores (como la horripilante Flash-forward y demás memeces pretenciosas). La gran ironía de esta serie no es habernos mantenido en vilo todos estos años en busca de respuestas (o de entretenimiento, que es lo mismo), sino que, precisamente ahora que termina, es cuando más perdidos nos sentimos.

Qué bueno, en cualquier caso, haber sido partícipe de un acontecimiento global, quizás el primero a esta escala, que con toda certeza cambiará los modos y maneras de una industria que, necesariamente, evolucionará para mejor. Y eso, como tantas otras cosas, también es mérito de los locos de la isla del tesoro.

domingo, 23 de mayo de 2010

Campeón de los charlatanes

Hace unos días asistí al Masters de tenis de Madrid, en la jornada de semifinales que enfrentó a Rafael Nadal contra Nicolás Almagro (victoria para Nadal por 4-6, 6-2 y 6-2). Fueron más de dos horas de tenis del más alto nivel, con unos tenistas entregados que en ningún momento perdieron la templanza y demostraron por qué se encuentran en lo más alto del tenis mundial.

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Hace tiempo que Nadal ha traspasado las barreras del deporte de elite para convertirse en un icono mundial a la altura de Messi o el tristemente célebre Tiger Woods. Y esto es así porque, al margen de su palmarés o su impresionante talento, Nadal tiene algo que a muchos les falta: carisma, personalidad, pasión y, sobre todo, las ideas muy claras y un entorno muy favorable que mantiene sus pies en el suelo. Como atleta, es un coloso: verlo en la Caja Mágica defendiéndose como podía ante un Almagro pletórico en el primer set y bravo en los siguientes era toda una gozada. Nadal corría, subía y bajaba, y devolvía los golpes de su adversario con una determinación inquebrantable. Tardó más de lo previsto en ganar pero ganó, y bien. Y al final del partido, agotado tras más de dos horas de gran tenis, atendió a no menos de seis medios de comunicación en la misma pista, regaló pelotas firmadas a los aficionados y se fue ovacionado con una mezcla de admiración, respeto y entrega por parte de un público que lo adora vaya donde vaya.

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Semejante laudatoria viene a cuento no sólo como crónica a deshora del evento deportivo (en la final Nadal arrasó a Federer por 6-4 y 7-6 (t)), sino a propósito de dos sucesos que han tenido lugar en este deporte cuya corona aspira a recuperar el de Manacor. Primero aparece Federer, el gran campeón del tenis contemporáneo, y se descuelga diciendo que “en tierra sólo se necesitan piernas, una derecha y un revés increíbles y aguantar cosas. No quiero decir que en tierra baste con mantener la bola en juego y esperar un error, pero a veces es demasiado fácil” (pero recalcando, eso sí, que no lo dice por quitarle mérito a Nadal, el mayor experto del mundo en dicha superficie). Federer viene a decir que con tener dos piernas fuertes y arrear muletazos con la raqueta, cualquier puede ganar en tierra. Ya. Eso explica por qué ha estado a punto de jubilarse sin ganar Roland Garros, después de perder hasta cuatro finales contra Rafa (la que ganó fue el año pasado, sin Nadal en el camino). Luego concluye afirmando que el manacorí es “su heredero”, para rematar el inútil desprestigio a un jugador que, recordemos, le ha ganado 12 de las 17 finales que han disputado juntos.

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Pero lo peor ha llegado hoy, cuando nuestro segundo top ten español, Fernando Verdasco, ha perdido totalmente los papeles en la final del torneo de Suiza ante el francés Gasquet, al que ha insultado de todas las formas posibles (cito sus amables palabras, tras fallar el 10º revés paralelo seguido de Gasquet: "¡Su puta madre, puto francés de mierda, puto francés de los cojones!"), para después dirigirse con igual cortesía al público, también francés, que estaba cansado de las constantes salidas de tono del español cuando perdía (“Es el peor público del mundo, los putos franceses de los cojones") y cuando ganaba algún que otro punto (Joderos, joderos. A ver quien tiene más cojones"). Luego va y dice, el bueno de “Fer”, que en realidad no se dirigía al público francés, que asegura adorar con locura, sino sólo a un par de energúmenos. Ah, y que lo siente mucho. Qué vergüenza.

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Todo esto, en suma, debería servirnos para no perder la perspectiva cuando se hable de grandes campeones de este deporte. Federer podrá ganar 2.000.000 de grand slam de aquí a que se retire, y Verdasco otros tantos (o no, seguramente), pero mucho me temo que su arrogancia, presunción y divismo les hace perder demasiados enteros. Es posible que, por su especial naturaleza, no haya deporte donde el ego saque a relucir lo peor de un profesional como el tenis, plagado de divos como el inefable letón Gulbis (otro que tal baila). Cuando uno gana, el mérito es 100% suyo. Y lo mismo debería ocurrir cuando uno pierde, pero aquí vemos que, ya sea el número 1 del mundo o el 200, el orgullo lleva a muchos tenistas a perder más fuerza por la boca que por la raqueta.

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Esto explica mi gran admiración hacia Rafael Nadal, un deportista de una honestidad, discreción y humildad hasta ahora intachables, alguien capaz de ganar un Open de Australia a un Federer envuelto en lágrimas y decir que es el más afortunado del mundo por poder disputar encuentros con el mejor tenista de todos los tiempos. Nadal no es grande por su probada calidad como tenista, sino porque a ello suma una educación exquisita, un saber estar y una conciencia clarísima de lo que es y lo que tiene entre manos.

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Y, precisamente por eso, da igual si vuelve a ser número uno o no, o si no levanta ya nunca más trofeos: Rafa es y será siempre el más grande porque con cada golpe de raqueta, cada gesto al vencer un punto o cada atención que tiene con la gente transmite toda su calidad humana. Y los demás que hablen, que así les va

viernes, 14 de mayo de 2010

Un Oasis musical


Más o menos dentro de un mes saldrá a la venta Time flies… 1994-2009, una recopilación de todos los singles de la banda británica Oasis, que allá a mediados de los noventa se autodenominó la “más grande del mundo” empujada por no pocos fans y críticos entusiasmados ante el innegable talento de los hermanos Gallagher y compañía para hacer pop/rock del bueno.

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Oasis surgió en 1994 prácticamente de la nada con el disco Definitely Maybe, una confusa amalgama de sonidos que recogían herencias que iban de T-Rex a Los Beatles, pasando por (no se lo pierdan) ecos de Nirvana. Era un álbum furioso e irregular, incluso en su brillantez, y contenía canciones de indudable calidad, como Live forever o Supersonic, que parecían realmente impropias de una banda tan joven.

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La locura se extendió por toda Inglaterra y buena parte de Europa, acompañada de ventas millonarias. Después de décadas a la caza y captura de unos nuevos Beatles, los mass media británicos se lanzaron a ensalzar las andanzas de una banda inmadura para asimilar tanto halago y, especialmente, tanto éxito. Hasta 50 semanas estuvo en lista el discreto single Whatever (1994), que sirvió de enlace con el siguiente álbum de la banda, What’s the story (morning glory)? (1995).

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Recientemente, los británicos eligieron ambos discos entre los 10 mejores de toda la historia, compitiendo codo a codo con el inmortal cuarteto de Liverpool (Oasis es de Manchester). Puede que sea algo exagerado, pero lo cierto es que …Morning glory? parece, más que un disco, una colección de grandes éxitos. Hasta 6 sencillos fueron extraídos del álbum, entre ellos su canción más representativa y una de las mejores de la historia de la música contemporánea, Wonderwall. Puede que con el tiempo se olvide buena parte de la música de Oasis (por no decir casi toda), pero estoy convencido de que esta canción permanecerá durante décadas en el panteón de las mejores porque es, sencillamente, una obra maestra.

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A pesar de que Liam, el menor de los Gallagher, era el cabeza de portada de todas las revistas, el cantante de casi todas las canciones y el más fotogénico del grupo, realmente el alma del grupo era Noel Gallagher, ya que componía, arreglaba y perfeccionaba cada detalle de cada canción. Su torrente compositivo parecía no tener límites, y por ello acompañaba cada sencillo de una o dos caras-B de una calidad asombrosa, que el grupo recogió en el maravilloso The Masterplan (1998), una marcianada con canciones tan buenas como Acquiesce, Half the world away o la que daba título al disco y que demostró, una vez más, la supremacía creativa del período 1993-96 por parte de Oasis. De las 18 canciones que incluyeron en su recopilación de grandes éxitos de 2006 (Stop the clocks), no por casualidad 13 pertenecen precisamente a estos tres años.

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Después del boom inicial, Oasis entró en barrena. A los continuos problemas de drogadicción de Noel se unieron los de alcohol de Liam, lo que, sumado a su carácter furioso y temperamental, fruto todo ello de una infancia traumática de abusos y palizas, llevó a la banda al borde de la quiebra. Dos de sus miembros fundadores (el batería y el bajo) abandonaron el grupo en 1999, después de la debacle que supuso el fallido Be here now (1997), que se suponía iba a devolver a Oasis a lo más alto.

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No fue así. De hecho, ya nunca fue así. La banda se rehizo algo del golpe contratando nuevos músicos, y ha seguido vendiendo discos (Be here now fue el más rápidamente vendido en sus primeros días en toda la historia del Reino Unido, de hecho), y todos sus discos desde entonces entraron como número 1 de ventas, pero ni estos ni sus canciones han tenido el mismo impacto mediático, comercial, crítico y hasta cultural que la banda cosechó a mediados de los noventa.

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Y mira que lo intentaron. Tanto Noel como Liam aparcaron sus diferencias, dejaron las drogas y dieron lo mejor (que quedaba) de sí mismos, especialmente en The Hindu Times (2002) y Don’t believe the truth (2005), álbumes donde por momentos recordaron sus mejores tiempos (canciones como Little by little, Songbird, The importante of being Idle o Lyla suenan fenomenal), pero al final fue todo inútil. Lejos quedaban ya los tiempos de la guerra del britpop (más que nada porque sus archienemigos de Blur habían desaparecido de la faz de la tierra), bandas más jóvenes y talentosas como Coldplay o los Artic Monkeys llevaban ahora la voz cantante y a nadie, le importaba ya, francamente, lo que los Gallagher tuvieran que decir acerca del mundo.

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Dig out your soul (2008), último intento de Oasis por recuperar el cetro de la música británica, europea y mundial por ese orden, fue la confirmación de que la banda estaba pasada de moda. Ninguno de sus singles llegó al número uno (apenas lograron entrar en el top 5), las ventas fueron un desastre y sus conciertos tuvieron un impacto, por decirlo de un modo suave, menor (qué duro debió ser para los Gallagher, especialmente recordando el multitudinario concierto de 1996, el de mayor asistencia de público de toda la historia de Inglaterra). Quizá por todo ello, Noel y Liam anunciaron la disolución de la banda y confirmaron que estaban ya trabajando en proyectos diferentes. Era el fin de Oasis.

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Puede que la recopilación de Time flies… 1994-2009 sirva para refrescar la memoria de unos años en que, le pese a quien le pese, el trono de los Beatles estuvo tambaleándose. Puede que Oasis no sea la mejor banda de rock del mundo, y que nunca lo fuera. Qué más da. Escuchar sus primeros discos es, aún hoy, un soplo de aire fresco entre tanta rubia de bote enseñando las cachazas mientras balbucea palabras ininteligibles y vende singles a porrillo por i-Tunes. Ay, si John Lennon levantara la cabeza…



martes, 4 de mayo de 2010

No pudo el alba apuntalar su hora...


No pudo el alba apuntalar su hora
levando anclas ya la noche llena,
y quedó a merced de una cadena
la lágrima candente de la aurora.

La frontera entre el sueño y la vigilia
se abrió camino entre hoces de viento,
dejando atrás tristeza y desaliento
por la fe de ampararse en la familia

que un día, en tembloroso resplandor,
la acogió en la forma de tu mano
y arrullaron las palabras de tu voz.

Ellas le revelaron el arcano,
Luz sobre sombra negra de terror
ahuyentada por tu Helios meridiano.