jueves, 30 de abril de 2009

Al contemplar esos trazos al aire...


Al contemplar esos trazos al aire
que dibuja tu mirada nocturna,
siento que eres incienso de la urna
que embriaga mis sentidos con desaire

No se cansan mis ojos de observarte,
mi piel hasta sentirte me castiga
y mis labios no conocen más fatiga
que la de hacer junto a los tuyos arte.

Déjame ser el aire que acaricie
tu mejilla por el sueño apagada;
déjame ser la vigilia que inicie

poesía sin rubor enarbolada,
un pálido boceto que esquicie
belleza a tu belleza dedicada.

La daga en el corazón.



Estuve hablando hace poco con una buena amiga, que está pasando por momentos bastante complicados. Está sometida a una gran presión laboral, porque acaba de finalizar un contrato y no ve claras las salidas en un futuro próximo, lo cual, unido a la situación de crisis y paro que estamos viviendo, la tiene al borde de un ataque de nervios. Se ha acostumbrado, (así es como me lo contó), a llevar un determinado ritmo de vida, una cierta independencia, y siente que todo eso puede venirse al traste si no consigue pronto un empleo que iguale o supere en prestaciones económicas al anterior. Quizá más acuciante es el hecho del alquiler o el coche, que siempre supone una fuente imprevista de gastos.

Pasamos mucho tiempo hablando del trabajo, el paro y el futuro laboral, pero desde el principio pude advertir que su ansiedad procedía de un lugar diferente, de un ámbito que permanecía ahí, subyacente, pero con una fuerza extraordinaria. Ella ha sentido siempre la necesidad de responder a las expectativas de los demás: de su familia, de sus amigos, de su novio y de todos aquellos, en definitiva, a los que siente que debe ayudar. Y todo eso no hace sino añadir aún más presión a su coyuntura actual.

Fue poco antes de despedirnos cuando creo que llegamos al fondo del asunto. De pasada, mencionó una visita al médico con su hermana. Le pregunté si todo iba bien y noté cómo desviaba la mirada, como si de repente se hubiera sentido acorralada. No soy terapeuta y desconozco qué podría estar pasando por su mente en ese momento, de modo que en vez de decir algo que pudiera molestarla opté por permanecer callado. Comenzó a llorar, luchando por no hacerlo y aparentar que todo iba bien, que todo estaba controlado o en orden, cuando era evidente que no era así.

Tardó unos minutos en recomponerse, y en todo ese tiempo no dijo una sola palabra. Finalmente se levantó, me dio un beso en la mejilla y me agradeció el café, saliendo de allí sin siquiera despedirse con la mano, como solía hacer cuando éramos adolescentes y pasábamos las tardes en aquel parque que ahora parece sacado de un sueño lejano.

Al verla alejarse, sentí cómo aquel muro de hormigón en forma de conflictos laborales, económicos y presiones sociales se derrumbaba ante la sola idea de perder a un ser querido. Fue doloroso verla así, pero aún más frustrante el ser consciente de que era incapaz de ayudarla, en parte por mi inutilidad como paño de lágrimas pero, sobre todo, porque ella había decidido no hacerme partícipe de aquella terrible daga en el corazón.

domingo, 26 de abril de 2009

Fe de épicas.


No soy muy partidario de hacer dos entradas del mismo ámbito en tan poco espacio de tiempo, pero hay razones de fuerza mayor que obligan, y gustosamente, a hacerlo, así que vayamos al tema.

Me reprocha un buen amigo, y con razón, la entrada dedicada al triunfo del Real Madrid ante el Getafe, el pasado martes. Me la reprocha por ser él culé y yo nada merengue, es verdad, pero sobre todo porque parece desproporcionado e injusto darle épica a un equipo tan ramplón, mediocre y agonizante, en definitiva, como es este Madrid, especialmente cuando se lo compara con un Barcelona que va camino de pulverizar todas las marcas haciendo un fútbol primoroso, y que casi con toda seguridad va a ganar las tres competiciones (liga, copa del Rey y copa de Europa) sin despeinarse demasiado. Reconozcámosle el mérito, pues, y perdones por las épicas.

Dicho esto, debo decir que yo no hablaba tanto del Madrid como del partido en sí, de la emoción que me transmitió como espectador presencial. Tanto ver deporte por televisión nos hace perder a veces la perspectiva de que donde realmente se disfruta es en vivo (a excepción quizá del ciclismo, e incluso del tenis, por aquello de las repeticiones). El fútbol en directo no tiene nada que ver con el que se ve por televisión, es un verdadero espectáculo y da igual que seas o no seguidor de los equipos que están jugando, a poco que uno tenga algo de sangre caliente no puede evitar contagiarse de la tensión, el entusiasmo y el contacto tan especial que hay entre público y jugadores.

Insisto, tanto si se era del Getafe como del Madrid, ver un partido con semejantes alternativas en el marcador y semejante tensión ambiental era absolutamente embriagador. Sólo eso es capaz de explicar cómo es posible que después de que los jugadores blancos hubieran hecho el vago durante toda la primera mitad y parte de la segunda, el público los aplaudiera como si fueran héroes, porque aquellas palmas no expresaban razones sino pasiones. A fin de cuentas la gente no paga la entrada para hacer fríos análisis de los partidos, sino para vivirlos con toda la emoción que los medios audiovisuales son sencillamente incapaces de transmitir.

Ruego, pues que se relea la entrada mencionada a la luz de estas aclaraciones, donde también se verán alusiones a un Madrid indigno de su historia, y se verá que la referencia a la leyenda no es otra cosa que un velado fastidio por esa maldita costumbre de ganar los partidos en el último suspiro, para susto, infarto y desesperación de los mismos aficionados que, pasado el subidón de adrenalina, aplauden a rabiar a sus muchachos.

P.d: En compensación por el agravio, prometo hacer una entrada exclusiva a cualquiera de las victorias culés, y quede claro que tengo muchas y buenas cosas que relatar sobre el citado equipo. Avisados quedan.


sábado, 25 de abril de 2009

Los otros.


Miguel se preguntaba si lo que había hecho hasta entonces sería suficiente, si bastaría para mantener el rumbo de aquella nave que hasta que decidió cambiar había ido a la deriva. Ponerse en la piel del otro, escuchar, atender las necesidades de los demás casi como si fueran las de uno mismo. Eso había hecho, renunciar a decir “yo quiero”, “yo necesito”, siguiendo esa teoría psicológica del you’re OK, I’m OK (tú estás bien, luego yo estoy bien). Y si hasta entonces había funcionado, aunque no siempre de un modo plenamente satisfactorio, sentía que últimamente aquello hacía aguas por todas partes.

Hubo un tiempo en que Miguel se asombraba al comprobar cómo las experiencias, relatos y confesiones de los demás eran capaces de relativizar su situación, de ponerla en un contexto donde todo parecía menos trágico, al lado de otras tragedias de mayor calado. Esto aliviaba su carga, y le conminaba a implicarse en la ayuda, no bajo el espíritu samaritano sino en la confianza de que aquel apoyo sería capaz de obrar tanto bien en el otro como en si mismo.

No fue consciente de que esa utilización terminaría por volverse en su contra. Así fue por varios años, pero ahora mismo sabía que no podría seguir con aquel juego por mucho más tiempo. Su paciencia se agotaba, y los problemas de los demás no dejaban de parecerle diferentes variantes del “yo quiero” o “yo necesito”, sólo que desde otra perspectiva, la del otro. Lo que es peor, solucionar esas apetencias o necesidades no sólo no arreglaba sus propios problemas, sino que los dejaba cada vez más al descubierto, como una montaña de arena que fuera perdiendo su consistencia grano a grano.

Y precisamente esa paradoja, la de sentirse más ajeno respecto al otro, cuando había sido el acercamiento al mismo uno de los motivos de su salida del laberinto, era lo que más le aterraba. Si esto no había funcionado, entonces ¿qué camino tomar ahora? Si no era capaz de encontrar la felicidad en uno mismo, y tampoco la había obtenido intentando la de los demás, Miguel desde luego ya no sabía dónde buscar. Perdida la esperanza en el yo y en los otros, ¿qué opciones le restaban?

martes, 21 de abril de 2009

Así gana, así sea...

Fútbol en estado puro: dos equipos peleando por distintos objetivos, descenso y liga, cielo e infierno resumidos en noventa minutos de puro infarto con goles impensables, maravillosos, inesperados, afortunados y espectaculares, acompañados siempre por el bramido de más de ochenta mil espectadores que rugían como una marabunta al atronador unísono del gol.

Fútbol, fútbol y más fútbol, un Santiago Bernabéu al borde del colapso, con la gente increpando, gritando y desesperándose porque veía que su equipo no terminaba de arrancar, que no lo ha hecho desde que ha comenzado esta etapa de jugadores menores y resultadismo ante un eterno rival que degusta caviar y brinda con champán al final de cada encuentro.

No siempre fue así, no siempre tuvo el encuentro semejante tensión, porque para llegar a esa culminación hubo que soportar un primer tiempo de bostezo y reloj, pues por más que se contemplaba el césped allí sólo brillaba la propia hierba, al margen de alguna carrera suelta, un destello de calidad o una chispa de emoción que no justificaba la expectación previa.

Cambió todo en el segundo tiempo. Cambiaron algunos protagonistas, otros encendieron las alarmas y ante un Getafe espléndido de no ser por sus continuas pérdidas de tiempo, el Real Madrid se vio agobiado hasta el último segundo, siempre a remolque de un marcador adverso que alejaba su título, siempre empeñado en hacer del camino más difícil la única vía de acceso.

Los goles llegaron para salvar la noche, y vaya si llegaron. Llegaron esas magníficas jugadas en bloque del Getafe, adelantando por dos veces al equipo visitante. Llegaron las remontadas en estampida merengue, algunas con suerte, otras con esa inmensa calidad que destilan los pocos jugadores que marcan las diferencias, Guti e Higuaín, veteranía inconstante y juventud inconsciente unidos con el firme propósito de no dar jamás la contienda por perdida. Me decía un experto a la salida del estadio que así gana el Madrid, no el de ahora, sino el de siempre, ese que con tanta leyenda lleva alimentando sueños desde hace decenios, y que mientras siga conservando esa magia del último minuto, del silencio antes del balón en la escuadra y el estruendo posterior, seguirá conservando su gloria intacta. Sea, pues, y sea por muchos años.

lunes, 20 de abril de 2009

El taller de los sueños (3ª parte y final)

La crítica y el público, especialmente en Estados Unidos, acogió Inteligencia Artificial con una mezcla de indiferencia y aburrimiento. Sin negar las indudables cualidades del filme, como sus efectos visuales, su impecable diseño de producción o el gran trabajo de los actores, la crítica se centró especialmente en un metraje a todas luces excesivo, el ritmo lento de la narración y un desenlace tan impostado como incoherente con lo visto previamente en la cinta.

Más suerte tuvo la cinta de Spielberg al otro lado del Atlántico, donde se valoró de forma muy positiva el legado de Kubrick en el espíritu de una película oscura, inmisericorde hasta su desenlace y que arrojaba una visión apocalíptica y desesperanzada del futuro de la humanidad.

La trama seguía las andanzas de David, creado en un futuro lejano como primero de una serie cualitativamente superior de mechas (robots), dotados de facultades emocionales y afectivas. Tras pasar la primera parte del filme en casa de una familia humana, David es abandonado en un bosque ante la incompatibilidad con las personas de su entorno. A partir de aquí comienza una odisea para recuperar su lugar perdido, que llevará al robot por los espacios más sórdidos de una sociedad cruel y animalizada, tan llena de prejuicios como incapaz de predecir el futuro aciago que le espera. Al final de esta segunda parte, David es sepultado por una noria gigante de la sumergida Coney Island, en Nueva York, mientras intenta en vano pedir a una figura del hada azul que lo convierta en un niño de verdad. La tercera parte del filme traslada la acción miles de años después, cuando unos súper androides encuentran a David congelado en la feria sumergida. Al parecer, la humanidad se ha extinguido y David es el único vínculo de los androides con sus creadores primigenios, los seres humanos. Compadecidos de su tristeza, deciden reconstruir genéticamente a la madre adoptiva, con la que David pasará un último día antes de quedar los dos dormidos por toda la eternidad.

Inteligencia Artificial es una película, en la mejor tradición de Kubrick, que mejora con cada nuevo visionado. A pesar de las críticas recibidas, tiene algunos de los mejores momentos del cine de Spielberg, y resulta especialmente brillante en sus dos primeras partes, con momentos de extrema dureza y, al mismo tiempo, lirismo visual. La película va mucho más allá de la concepción inicial de Kubrick, que se refería siempre al proyecto como Pinocchio. David es mucho más que una marioneta en busca de realismo, es una metáfora de la condición humana, ansiosa por encontrar las razones últimas de su existencia y las posibilidades de trascender su propia condición.

La figura de la madre va también mucho más allá de su propia frontera maternal para acceder a una categoría casi demiúrgica, con esa maravillosa escena en la que imprime el código afectivo al robot. Y del mismo modo que el hombre busca a Dios, así David trata de encontrar desesperadamente la fórmula que le conduzca de nuevo a su creadora, o los súper robots a los seres humanos que, en último término, les dieron vida.

A.I. es una película que, seguro, gozará de mayor aprecio dentro de un tiempo. En ese sentido conserva intactos los vicios y virtudes del mejor Kubrick, pero apoyada por una imaginería visual que el británico ni siquiera llegó a soñar, una música prodigiosa y una estructura narrativa admirable. Spielberg hizo un trabajo más que digno, aunque fueran pocos los que pudieran entenderlo. Críticos de cierto renombre dentro y fuera de sus fronteras se dedicaron a pontificar desde el disparate y la ignorancia, pensando que los súper robots eran alienígenas, o llegando a decir (y aquí cito al intocable Carlos Boyero) que a la película le sobraba su media hora final. Decir eso, por más que resulte empalagoso el desenlace último, supone simplemente no haber entendido una sola palabra de este auténtico festín audiovisual que anduvo gestándose durante largas décadas y que, finalmente, dio como resultado una película plagada de imágenes evocadoras, madura, sombría, espléndida.



P.D: Para terminar, aquí van dos fotografías que demuestran la imposibilidad de la teoría alien. La primera corresponde a David, en su entrada en escena en el filme (con dos puertas de ascensor abriéndose, y fundido en blanco que deja ver sólo la silueta, a contraluz). La segunda, ya al final de la película, muestra a dos androides, herederos directos de David, al que acaban de encontrar congelado. La conexión es evidente, no ya sólo por el parecido físico sino por lo que la relación tiene de premonitoria. Por cierto, ¿adivinan de qué están hablando los androides? Por si acaso, les traduzco: "Por lo tanto, estos robots son originales. Conocieron a humanos vivos."


El taller de los sueños (2ª parte)

Steven Spielberg se encontró con no pocas dificultades para adaptar a la gran pantalla el sueño frustrado de Kubrick, pero sin duda contaba con ventajas de las que éste no dispuso en su momento. A principios del siglo XXI, y gracias a los avances de la informática en el campo de los efectos visuales, sí era posible recrear el mundo imaginado por el visionario cineasta británico con todo lujo de detalles. La Industrial Light & Magic, creadora de los mejores efectos especiales de las últimas décadas, puso todo su peso al servicio de Spielberg y garantizó la recreación de androides y paisajes futuristas que requería la trama.

Además, el director se rodeó de un equipo artístico de lo más selecto, como el director de fotografía Janusz Kaminski, que ya colaboró con él en Salvar al soldado Ryan, así como el diseñador Bob Ringwood, el compositor John Williams o Stan Winston, el celebérrimo fabricante de animatronics de la industria de Hollywood.

Mientras sus diferentes equipos discutían los aspectos más técnicos de la producción, Spielberg repartía su tiempo entre la escritura de un guión definitivo (tomando retazos de los bocetos de Kubrick y otros propios), algo que no hacía desde la lejana Encuentros en la tercera fase (1977) y el complejo casting del que saldrían los tres actores principales: el niño robot, el gigoló mecánico y la madre adoptiva.

Para el papel del niño el elegido fue Haley Joel Osment, un verdadero prodigio de la interpretación que a sus once años había espeluznado a media humanidad con su papel de visionario de fantasmas en El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999). El rol del gigoló recayó finalmente en Jude Law, un galán británico que había saltado a la fama gracias a excelentes trabajos secundarios en Gattaca (Andrew Niccol, 1997) y El talento de mr. Ripley (Anthony Minguella, 1999). A ellos se unió la australiana Frances O’Connor como Mónica, la madre del niño robot. Actores secundarios de lujo, como William Hurt, Brendan Gleeson, Robin Williams o la mismísima Meryl Streep terminaron por completar un casting tan difícil como modélico.

Durante el rodaje, Spielberg pareció haberse contagiado de algunos de los peores defectos de Kubrick. Prohibió la entrada a la prensa a los sets, no permitió que los actores conocieran más guión que el estrictamente necesario para sus diálogos, a los que además obligó a firmar acuerdos de confidencialidad. Joel Osment y Law pasaban largas horas diarias en la sala de maquillaje para poseer el look artificial que Spielberg deseaba, y a excepción de un par de secuencias, la película entera fue rodada en interiores, donde el director podía controlar hasta el más mínimo detalle del rodaje. Ello supuso la creación de numerosos decorados, como la casa de adopción de David o la fascinante Rouge City, una especie de versión futurista de Las Vegas.

Tras un rodaje extenuante y una post-producción frenética, que obligó a Warner Brothers a posponer el estreno en más de una ocasión, Spielberg anunció a mediados de 2001 la finalización de A.I., que se estrenaría en el festival de Venecia en junio de ese mismo año. Y la pregunta que todos se hacían antes de entrar a la sala de proyección era la misma: ¿ha merecido la pena esperar tanto?

El taller de los sueños (1ª parte)

Stanley Kubrick me ha parecido siempre uno de esos directores incómodos, creador de una cinematografía a la que hay que acostumbrarse poco a poco porque, de entrada, sus filmes pueden resultar indigestos y desagradables (La naranja mecánica (1971)), incomprensibles (2001: una odisea del espacio (1968)), o simplemente aburridos (Barry Lindon (1975)). Así me pasó con las tres ya citadas, que aborrecí en un primer momento pero que he llegado a apreciar de forma paulatina con el paso del tiempo, hasta llegar a considerar dichos títulos como referentes ineludibles del cine del siglo XX.

Precisamente por esta época, sin duda la de mayor gloria y esplendor del cineasta británico, Kubrick compró los derechos de un libro de Brian Aldiss titulado Supertoys last all summer (Los superjuguetes duran todo el verano). La trama relataba las desventuras de un niño robot que trataba de ser aceptado por su familia de adopción, sin éxito, en lo que parecía ser únicamente uno más de aquellos relatos de ciencia ficción con trasfondo metafísico que inundaban los años sesenta y principios de los setenta.

Kubrick tenía intención de convertir aquel cuento de reminiscencias collodianas en una odisea futurista que dejaría su celebérrimo 2001 en pañales. Contrató a multitud de expertos, diseñadores e informáticos, e inició un tortuoso proceso de pre-producción donde fue introduciendo cambios tan drásticos sobre el original de Aldiss que éste, al final, terminó desmarcándose del proyecto, ya que del cuento original Kubrick tenía pensado mantener apenas unas cuantas líneas.

Sin embargo, la tecnología no estaba lo suficientemente desarrollada como para dar vida al ambicioso robot de Kubrick (él no quería un actor de carne y hueso, sino una marioneta electrónica, algo impensable por aquel entonces), de modo que el entonces provisional proyecto A.I. (siglas de Inteligencia Artificial) quedó orillado mientras Kubrick se centraba en otros filmes.

La llegada de la nueva década trajo un bombazo en forma de alienígena empalagoso, E.T. (Steven Spielberg, 1982), que destrozó las taquillas de medio mundo y confirmó al cineasta norteamericano como el auténtico rey Midas de Hollywood. Kubrick, más entusiasmado con la facultad de Spielberg de conectar con el gran público que por la calidad de sus películas, contactó inmediatamente con él para proponerle que se hiciera cargo de su abandonado A.I. “Imagina”, le dijo, en aquella conversación, “el impacto que podría tener si tú dirigieras la película y yo la produjese: podemos hacer historia”.

Spielberg, que conocía de sobra el carácter de Kubrick y su facultad para desquiciar al más paciente, fue dándole largas de forma amable, aunque permitió que hubiera una línea telefónica privada para que ambos pudieran intercambiar ideas sobre el rumbo que tomaría el proyecto. Por estas fechas surgió la idea de Kubrick de acompañar al niño robot de una variante más adulta, orientada al placer sexual, lo que aterraba a Spielberg (ya que ello haría aumentar la edad recomendada y eliminaría a buena parte de lo que él consideraba el público natural de la película).

Los compromisos mutuos de ambos pospusieron a perpetuidad el proyecto, con Spielberg coronándose por todo lo alto con La lista de Schindler (1993) y Salvar al soldado Ryan (1999), y Kubrick dando su canto de cisne con la fallida La chaqueta metálica (1987) y la sombría Eyes wide shut (1999), tras la cual falleció para desolación del mundo del cine. Fue entonces cuando Spielberg, espoleado quizá por su mala conciencia, decidió retomar A.I. para cumplir el sueño de aquel director egocéntrico y maniático, cuyo único sueño frustrado fue hacer de la historia de un robot con emociones su más importante legado cinematográfico.

sábado, 18 de abril de 2009

Aplausos per secula...


Estuve hace poco en un recital de la Joven Orquesta Madrileña que tuvo lugar en el Auditorio Nacional (por enchufe familiar, no se vayan a pensar que tengo abono de temporada), y salvo el espanto inicial en forma de renovación modernilla de los cánones clásicos (otro día hablamos de los revolucionarios de pacotilla), las interpretaciones de obras de Falla y Mahler me dejaron un excelente sabor de boca.

Bastante más bochornoso me pareció, como siempre, la inevitable salva de aplausos que se produjo al final, y que tuvo en el director de orquesta a su gran protagonista (por cierto, lo de las melenas de estos tipos, ¿es por obligación contractual o por alguna clase de ritual atávico-capilar?). El caso es que este hombre salía y regresaba, y cada vez que lo hacía venga a aplaudir, y luego nos iba señalando uno por uno (¡uno por uno!) a los ochenta miembros de la joven banda, y venga a aplaudir, y luego salía y volvía a aparecer otra vez, y así hasta el infinito y más allá.

No se crean que esto es exclusivo de la música. En el teatro tengo siempre esa sensación de que la gente de las tablas nunca tiene suficientes aplausos. Da igual que te dejes las palmas al término de la obra, que te esfuerces en demostrar que sí, que te ha gustado mucho la actuación o incluso, en un arranque febril, que te levantes y grites aquel famoso ¡bravo! o similares. Ellos salen y vuelven, como el turrón, y no se cansan, y parece que si por ellos fuera nos podían dar las doce que ahí los tendríamos, señalándose unos a otros como diciendo: “no, no, si en realidad el mérito es de este o aquella, yo soy sólo un humilde actor”, y venga con reverencias y palmadas hasta dejarse ellos los riñones (o nosotros los callos, que tanto da).

Francamente, tanto aplauso me estraga. Sólo con echar un vistazo al precio de las entradas uno tiene la sensación de que los que deberían aplaudir son los actores al espectador por haberse dejado su soldada en según qué número de feria, y no al revés. Pero es que aun acudiendo a un espectáculo digno, tanto boato festivo y autocomplaciente me sigue pareciendo tan lamentable como sonrojante.

Entiendo que las profesiones de músico y actor requieren una disciplina soberbia, por no mencionar el talento implícito a cierto nivel, pero cuando los aplausos y demás halagos sonoros superan los cuatro o cinco minutos y son fruto de una convención o ritual, y no de una reacción espontánea (en cuyo caso no tendría objeción alguna que hacer), entonces todo se reduce a un simple paripé, que como bien define el diccionario de la RAE no es otra cosa que fingimiento, simulación o acto hipócrita.

domingo, 12 de abril de 2009

Tener más ojo que espalda.


Acabo de presenciar uno de los espectáculos publicitarios más lamentables que recuerdo: se trata del anuncio de un colirio, donde un joven, camino de una importante entrevista de trabajo, se cruza con una secretaria que le advierte de su evidente irritación de ojos, (debida, según se deduce por un sagaz flash back, a una noche de juerga interminable). El joven se aplica el colirio, entra tan campante en su entrevista e impresiona al jefe, que por supuesto le dice que empezará al día siguiente, y todos tan felices y contentos.

Excelente. Ése es el camino que debemos seguir si lo que queremos es que, como comentaba el otro día a propósito de ciertos funcionarios con los que he tenido la enorme suerte de cruzarme, en España no haya nadie que actúe de forma responsable respecto de su trabajo. Vayámonos todos de juerga, que corra el alcohol y luego, al día siguiente, ya nos daremos un colirio que disimule nuestra falta de sueño.

Lógicamente, el anuncio resalta que el producto sólo evita la apariencia de la irritación, no los efectos de la resaca o el cansancio, pero eso da igual, porque la imagen final es la de ese español pícaro y triunfador, un vago redomado que engaña, miente y disfraza para obtener lo que quiere. Y de nuevo, como también planteaba a propósito de Aída y demás vacuidades televisivas, ¿es este tipo de lamentables arquetipos lo que se debe fomentar desde los medios de prensa, publicidad y creación audiovisual? ¿De verdad que es tan difícil promocionar un medicamento desde un enfoque que no resulte amoral, carente por completo de ética, principios y valores? Yo, sinceramente, no lo creo.

Top 18: Panzer Dragoon



Los shoot’em up (dispara a todo lo que se mueva) son un género que no ha dado demasiadas alegrías al mundo del videojuego. Por lo general, se mueven en parámetros arcade, lo que se traduce en juegos divertidos, pero muy cortos. Ejemplos de este género son los clásicos Virtua Cop o Time Crisis, que en sus versiones recreativas y domésticas incorporaban, además, unas pistolas de mentira que hacían de la experiencia algo aún más divertido (otro día hablaremos de la violencia, si les parece).

A pesar de todo, hay algunas excepciones que han sobrepasado la barrera del shoot’em up para llevarlo a un nivel cualitativamente muy superior. La saga Panzer Dragoon, de la que aquí recogemos su segunda entrega (en realidad, nos valdría cualquiera), fue allá por los noventa un soplo de aire fresco y supuso un punto de inflexión en la evolución del género.

Situado en un universo mitológico, la trama de estas historias confluía, con ligeras variaciones, en que un joven o jovencita terminaban a lomos de un dragón repartiendo estopa a diestro y siniestro. Ejércitos de criaturas tecnológicas salían a nuestro paso por bosques, océanos y desiertos de una calidad fotográfica e hiperrealista, y mientras nuestro dragón se ocupaba del vuelo nuestra única misión era reducir a cenizas a todo bicho viviente.

La gran novedad de Panzer Dragoon fue establecer un sistema de disparos en tres dimensiones y delegación parcial del pilotaje, en un sistema conocido como rail shooter, ya que a todos los efectos es como si uno fuera montado en una vagoneta por una ruta predeterminada. Con la diferencia de la tercera entrega, que incorporaba interesantes elementos RPG y mayor control de vuelo, las demás se basaban en esta sencilla y efectiva estructura de juego, que copó portadas y alabanzas al tiempo que arrasaba en ventas y se convertía en una saga de culto.

El que nos ocupa, Panzer Dragoon Zwei, era un juego que desprendía calidad y encanto por los cuatro costados, una historia que bebía de lo mejor de la mitología tradicional y un desarrollo apasionante, con una curva de dificultad sensacional. Nunca volar a lomos de un dragón fue tan espectacular como entonces, y ya nunca hacerlo después ha sido igual, por muy bonito que nos lo pinten las nuevas tecnologías. No es por resultar tópico, pero de verdad que ya no se hacen juegos como éste.

P.D: http://www.youtube.com/watch?v=tKPkPW6C9g0 A modo de anécdota, la lengua que se escucha en las secuencias intermedias es una mezcla de griego antiguo, ruso y latín. Por lo visto, el director de programación era un fanático de los idiomas.

miércoles, 1 de abril de 2009

Vivir de unas sustanciosas rentas.

De un tiempo a esta parte, el grupo de rock irlandés U2 se ha dedicado al tan español oficio del rentismo con un descaro tan evidente como sonrojante para los que, como un servidor, seguimos con interés una trayectoria que arranca nada menos que a finales de los 70.

Por aquel entonces, el cuarteto compuesto por Bono, The Edge, Larry Mullen y Adam Clayton miraba al horizonte musical con ilusión y talento, fruto del cual vieron la luz álbumes tan esperanzadores como Boy (1979), War (1983) o The unforgettable fire (1984). Esos fueron los cimientos de su época de mayor gloria, la comprendida entre el espectacular The Joshua tree (1987) y esa obra de arte llamada Achtung baby (1991), que dio lugar a singles tan memorables como With or without you, I still haven’t found what I’m looking for o One, y que se unían al repertorio de himnos generacionales de su anterior etapa tipo Sunday bloody Sunday o New Year’s day.

Puede decirse que los 90 fueron una etapa confusa para U2, llena de experimentos extraños y poco fértiles, (Zooropa (1993) no llegaba ni a la altura de disco, y el excéntrico Pop (1997) era poco menos que una broma de mal gusto para sus fans). Por suerte, dos discos antológicos, en el mejor de los sentidos, pusieron las cosas en su sitio: U2: The best of (1980-1990 y 1990-2000). Esto fue así, entre otras cosas, porque además de sus clásicos de los 80, Bono y compañía tuvieron la genial idea de revisitar sus experimentos techno-pop-rock de los 90, dándoles el aire rock sin pretensiones que el público y los críticos habían esperado desde el principio.

Así llegamos a la siguiente década, donde U2 no demostró estar mucho menos perdido que en la anterior. Al flojo All that you can´t leave behind (2000), seguido, eso sí, del más que digno How to dismantle an atomic bomb (2004), se le une ahora el reciente No line on the horizon (2009), que evidencia el agotamiento de una fórmula que simplemente no da más de sí. A pesar de la presencia de poderosos singles, como Beatiful day, Vértigo o el magistral Sometimes you can’t make it on your own, los dos primeros discos se limitaban a volver a unas raíces que nunca debieron ser abandonadas, pero sin aportar la misma creatividad y energía de sus álbumes de finales de los 80 y principios de los 90.

No obstante, How to dismantle… era su mejor disco en quince años, y dio esperanzas de un resurgimiento que no se ha producido. No line… es un disco frío, calculado, sin pasión ni fuerza. No hay rastro de la guitarra de The Edge, Bono parece estar leyendo un misal en cada canción, y lo que es peor, los cortes carecen de la chispa y esa vitalidad que caracterizaba a los singles de la banda. El primero de ellos, Get on your boots, retoma ese aire pseudo jurásico-jovial que tanto afectó a su imagen con el incomprensible The saints are coming, dueto con Green Day para el aún más incomprensible recopilatorio de éxitos, 18 (2007). Pero es que, aparte del single, no hay nada más. El resto de canciones suenan lentas, aburridas y como si tuvieran hastío de sí mismas, y esa sensación termina por contagiarse a un oyente que se preguntará, con razón, a qué tanta gloria para una banda que desde el lejano Achtung baby se ha dedicado sin más a vivir de unas sustanciosas rentas. Me perdonen los fans acérrimos, pero me parece que ha llegado el tiempo de pasar página.