lunes, 28 de diciembre de 2009

Cinefórum 12: Avatar



En medio del esperado circo mediático en que se ha visto envuelto su estreno, Avatar ha sido proclamada por su director como un hito revolucionario, comparable al salto evolutivo que supuso el paso del cine mudo al sonoro, o del blanco y negro al color. Avatar, según James Cameron, marcará un antes y un después en la historia del cine.


No creo que merezca la pena hablar de la película en otro sentido que no sea tecnológico. La historia es de una simpleza sublime y copia descaradamente tramas de películas como Bailando con lobos (1990) o Pocahontas (1995), con el observador occidental asombrado ante una tribu indígena nativo-americana cuyo ecologismo de postal resulta cargante. Revelando una ausencia de creatividad total, Cameron se ha permitido el lujo de plagiarse a sí mismo, con esos torpes marines espaciales y el militarismo exacerbado que ya pudo verse, hasta con idéntico diseño de naves, armas y maquinaria de guerra, en su célebre Aliens (1986). Eso, y nada más, es lo que ofrece Avatar a nivel narrativo, lastrada por una exasperante acumulación de clichés, arquetipos y lugares comunes.


Resulta evidente que el presupuesto de la película se ha dedicado enteramente al apartado audiovisual. Todo en Avatar luce de manera espectacular, desde los bosques y selvas a unas criaturas que pueblan un universo, todo hay que decirlo, poco original. La factura técnica se deleita especialmente en los Na’avi, una especie de panteras humanoides de una expresividad facial sorprendente, y que se desenvuelven en la película con una soltura que habrá hecho palidecer a otro gran megalómano del séptimo arte, George Lucas, que lleva años dedicado al terrorismo digital al servicio de las palomitas con sus bodrios espaciales.

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Cameron presume de haber diseñado unas cámaras con tecnología tridimensional que permite al espectador disfrutar de la aventura a un nivel superlativo. Y es aquí precisamente, en el meollo mismo de su máxima presunción, donde estoy más en desacuerdo con él. Resulta insultante para la historia del cine que memos del calibre de Cameron vengan aquí a descubrirnos el Mediterráneo (como si el 3-D fuera obra suya), porque la esencia de Avatar no estriba en sus cámaras estroboscópicas o como quiera que se llamen, sino en unos efectos digitales que llevan inventados casi 20 años (si hasta él mismo fue pionero, en ¡los ochenta!, con Abyss y Terminator 2). Mal que le pese a Cameron, la historia del cine digital la ha escrito su T-1000, sí, pero sobre todo los dinosaurios de Spielberg y el efecto tiempo-bala de los hermanos Wachoswki. Su película puede resultar entretenida y espectacular, eso nadie lo niega, pero yo sinceramente recuerdo haber salido muy, muy impactado con Parque Jurásico (1993) o Matrix (1999), auténticos hitos de la historia del cine, mientras que de Avatar salí mareado y poco más.

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Por otro lado, y aun aceptando que esta tecnología puede beneficiar a determinados géneros (aventuras, acción, terror o animación), ¿qué hacemos con los dramones de Clint Eastwood o las comedias de Meryl Streep? ¿Las ponemos también en 3-D, para flipar con el volumen de las tazas de café en la cocina donde se discuten sesudos temas filosófico-existenciales? Anda ya...


En suma, todo esto no es más que pirotecnia del siglo XXI. A ver cuándo le entra en la cabeza al personal que una película es buena no por su nivel de desarrollo tecnológico sino por su capacidad para contar una historia: no hace falta ver Casablanca en colores tridimensionales y gravedad cero para admirar su maestría, y si las otras películas antes citadas triunfaron fue, además de por sus logros digitales, porque eran unas narraciones hechas con una enorme habilidad y un gran talento.

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Lástima que eso, como tantas otras cosas, James Cameron sea incapaz de entenderlo... en fin. Allá él y sus pitufos de dos metros.

martes, 15 de diciembre de 2009

La serie del mes (2): Dexter


Dexter Morgan (Michael C. Hall) es un experto en análisis de sangre del departamento de policía de Miami. Es un hombre joven y saludable al que le gusta salir a pasear por la bahía en su barca, y que vive en un chalet de una zona residencial tranquila y respetable, en compañía de su esposa Rita (Julie Benz) y sus tres hijos. Semejante descripción haría de la vida de este hombre un auténtico peñazo si no fuera porque, además de todo lo dicho, Dexter es un asesino en serie.

Al caer la noche, este hombre deja salir a pasear a su oscuro pasajero, un lado oculto que se remonta a lo más tierno de su tierna infancia, cuando su madre biológica, una informante de la policía de Miami, fue brutalmente asesinada en su presencia, un hecho que provocó la adopción por parte del agente que lo recogió en la escena del crimen, Harry Morgan.


Cuando cae la noche, aquel bautismo de sangre y sus devastadoras consecuencias convierten a Dexter en un asesino implacable, alguien incapaz de frenar su ansia de sangre que, por fortuna, fue reconducida por su padre adoptivo y canalizada hacia un propósito más noble que una carnicería sin más: acabar con la vida de aquellos malhechores, asesinos, violadores, etc… que logran escapar a la acción de la ley.


Con semejantes premisas arrancó en 2006 una serie políticamente incorrecta, que plantea más de un problema moral y que estuvo a punto de ser cancelada en varias ocasiones durante su proceso de pre-producción ante el temor de que la mojigata sociedad estadounidense fuera incapaz de simpatizar con el protagonista de la serie (o peor aún, que simpatizasen).

No obstante, el arrollador éxito de las tres primeras temporadas de Dexter convenció a Showtime para renovarla por otras dos más. EEUU acaba de conocer el escalofriante final de la cuarta, del que sólo puedo decir que me dejó helado, y se prepara ya para el que puede ser uno de los mejores desenlaces de serie en los últimos tiempos (me perdonen los fans, pero yo me temo que el de Perdidos será tan lamentable como sus recientes temporadas vienen anunciando).


Todo en Dexter encaja como un reloj suizo. Los actores están estupendos, especialmente ese genio llamado Michael C. Hall y su mezcla de ternura, contención y psicopatía en apenas una frase o una mirada. Los secundarios cumplen sobradamente, aunque quizá con algún que otro tópico innecesario (ese rollo de sagas policiales-familiares ya canta demasiado, por no mencionar la dosificación étnica del grupo investigador principal: poli latino, poli negro, poli asiático, etc…).

En cualquier caso, el protagonismo absoluto es para Dexter y sus devaneos mentales, que a fin de cuentas es lo realmente interesante: sus ritos de justicia poética, su obsesión por el detalle y el cumplimiento a rajatabla del “código” impuesto por su padre para que nadie descubra jamás quién es realmente. Todo ello está relatado con una prolijidad y una profundidad pocas veces vistas en el medio televisivo, lo que unido a un excelente sentido del humor y una extraordinaria habilidad narrativa para mantener la intriga hasta el último momento, hace de Dexter una maravilla de serie en todos los sentidos. Secundarios como Jimmy Smits o John Litgow (este último en especial) no hacen sino redondear una función que tiene en Dexter, padre, esposo y asesino en serie, un maestro de ceremonias inolvidable.

martes, 8 de diciembre de 2009

Top 1: The legend of Zelda: Ocarina of Time



Finalmente, y tras cinco largos años de programación, en 1998 vio la luz para la consola Nintendo 64 el que es considerado como mejor juego de la historia para la mayoría de críticos de los videojuegos (y para un servidor, dicho sea de paso): The legend of Zelda: Ocarina of Time.


Tal y como habian hecho sus predecesoras en anteriores plataformas, esta entrega de Zelda nos ponía en la piel de un guerrero que debía rescatar a la princesa de turno en apuros, una excusa perfecta para recorrer y explorar un universo de una variedad tan sorprendente como hermosa, que incluía bosques, praderas, lagos, desiertos, cavernas, volcanes, aldeas, ciudades y castillos, amén de las ya clásicas mazmorras que en esta ocasión tenían estructuras tan variadas como templos, árboles o incluso el interior de un gigantesco pez.


Esta aventura se alejaba de las plataformas, territorio exclusivo de Super Mario y sus champiñones, para envolver al jugador en un universo de puzzles, exploración y combates sabiamente dosificados, con una física realista y unos gráficos que demostraron por qué N64 fue la mejor consola de los años 90: kilómetros de paisaje en movimiento, efectos de agua, lava, lluvia o nieve de un realismo asombroso, esquirlas de espadas saltando por los aires en pleno combate, monumentales entornos interactivos plagados de texturas, una música soberbia que acompañaba perfectamente el desarrollo del juego y unos personajes carismáticos que protagonizaban una historia narrada de un modo ejemplar.


A pesar de mantener algunos elementos comunes a la saga, la diferencia de Ocarina of Time respecto de las anteriores entregas fue un salto a las 3-D tan natural que parecía que en realidad el universo de Link siempre había debido ser visto de ese modo, y pulverizó cualquier recuerdo previo para establecer unos sólidos cimientos en los que se asentaría toda una industria durante décadas siguientes.

Las razones para considerar a Ocarina of Time la cumbre de los videojuegos no se basan únicamente en aspectos técnicos, aunque de entrada resultaron los más llamativos para captar la atención del gran público de entonces. En todos los sentidos, y poniendo el asunto en perspectiva histórica, la nueva entrega de la saga del elfo creado por Miyamoto era sencillamente colosal. Por aquel entonces jamás se había visto nada parecido en cuanto a gráficos, música, sonido, profundidad y jugabilidad, apartados en los que el juego recibió las máximas puntuaciones en todas las revistas del sector. Pero OT iba mucho más allá de sus propios logros tecnológicos, y del mismo modo que su historia trascendía las barreras del tiempo y del espacio, este videojuego lograba atrapar al jugador en una vorágine épica, dramática e incluso cómica por momentos, donde por encima de todo destacaban los instantes en que uno tenía que dejar el mando y frotarse los ojos para comprobar que lo que tenía ante él era, en efecto, nada más y nada menos que un juego.


Ocarina of Time era capaz de hacer sentir al jugador como parte integrante de un fantástico mundo cambiante donde las noches sucedían a los días, la influencia del mal impregnaba el paisaje y cuya única esperanza residía en nuestras heroicas acciones. Y a los ocho templos y al gigantesco reino central que conformaba el núcleo central del juego, unía decenas de misiones secundarias que no hacían sino ampliar la vida de un cartucho que en aquel lejano 1998 parecía tan infinito como absorbente. Por su parte, la aventura era capaz de lidiar con temas tan espinosos como los saltos en el tiempo mientras mostraba a un protagonista en evolución, que maduraba conforme avanzaba la aventura y pasaba de niño a adulto, ampliando además una gama de recursos y armas inagotable: espadas, escudos, arcos, bombas, boomerangs, objetos mágicos, hechizos, máscaras… Y lo mejor es que su control resultaba tan intuitivo como sencillo, incluso para aquellos menos expertos en estas lides.

Ocarina of Time era tan inmenso porque inicialmente no fue concebido para un cartucho de 96 megabytes, que era el soporte de la N64. El fracaso del 64DD, un adaptador de expansión que podría proporcionar a los usuarios vídeos generados por ordenador como los de la competidora Sony, motivó la cancelación del proyecto de Zelda para esta plataforma, y obligó a los programadores a eliminar cuatro gigantescos templos del desarrollo original para que el juego cupiera en un cartucho estándar. Todo este material sobrante, así como una subtrama centrada en máscaras capaces de convertir a Link en las diferentes criaturas del mundo de Hyrule (los acuáticos Zora, los cavernosos Goron y los Kokiri, duendes del bosque), dieron como resultado una fantástica secuela titulada Majora’s Mask (2000). Sólo de pensar que las más de 30 horas de ese juego iban a formar parte de su colosal predecesor, a uno le entran ganas de echarse a llorar.

No obstante, la alargada sombra de Ocarina of Time no termina aquí, o en las grandes secuelas de la saga que, literalmente, la han copiado sin éxito (The wind waker y Twhilight Princess (Gamecube, Wii). La herencia de este lanzamiento en los juegos posteriores es incalculable, desde el sistema Z-targeting, que permitía al jugador fijar un objetivo y pivotar en torno a él sin perderlo de vista, pasando por el salto automático, la asignación de diferentes objetos a los botones secundarios para un más rápido acceso, el control del juego a caballo o el cambio a vista subjetiva en las misiones con arco, han sido centenares de juegos los que han copiado de una forma descarada todos estos recursos (el genial Shadow of The Colossus de PS2 es sólo un ejemplo, quizá de los más ilustres y evidentes, fuera de la propia saga de Link, pero también están Kingdom Hearts (1-5), Assasin's Creed (1 y 2), Metroid Prime (1, 2 y 3) y prácticamente todos los action RPG de 1998 hasta hoy).

Para los jugones más selectos, OT es una fuente inagotable de momentos épicos, pero también de secuencias de entrañable ternura o belleza visual. La experiencia de montar a caballo por las inmensas praderas del reino de Hyrule resulta difícil de describir, así como la furiosa explosión de las rayos durante la tormenta o los enfrentamientos con unos enemigos finales apabullantes (el furioso dragón de las entrañas del volcán, el jinete fantasma de los cuadros dimensionales, el Link oscuro en la sala de las ilusiones, el tamborilero espectral o el monumental Ganondorf, por poner sólo unos ejemplos). Por otro lado, detenerse a contemplar el ocaso en la cumbre de una montaña, admirarse del vuelo de los insectos entre los haces de luz del bosque o contener la respiración mientras una cascada detiene su curso ante la música de nuestra ocarina eran sólo comparables a la curiosidad por explorar un mundo plagado de razas y personajes de una expresividad inédita hasta la fecha. Este juego no sólo rompía moldes técnicos o jugables, sino que insertaba al jugador en una experiencia audiovisual como nunca antes se había visto.

La madurez mostrada en un proyecto que, no lo olvidemos, suponía una primera incursión en el reino de las 3-D es uno de los hechos más inexplicables de la historia del sector. Todo en este juego encaja a la perfección, todo resulta apropiado, divertido, interesante, desafiante para un jugador que cuando alcanza el clímax final, con el triple enfrentamiento de Ganon y un castillo que, literalmente, se viene abajo, es y será recordado siempre como uno de los momentos cumbres de la historia los videojuegos. Jamás finalizar un juego inspiró tanta satisfacción como pesar, porque jamás se ha visto antes o después una explosión de calidad tan apabullante en todos los sentidos.


Zelda: Ocarina of Time supone, junto con Mario 64, un punto y aparte en la evolución del entretenimiento digital. Todo lo que viene después es herencia, más o menos directa, de los avances de ambos títulos, auténticas piedras fundacionales que han pasado por derecho propio a figurar entre los favoritos del público y que son reeditados hasta la saciedad en nuevas plataformas o diferentes versiones por parte de unos creadores incapaces de superarse a sí mismos. Ellos son el Quijote y el Hamlet del arte digital, las joyas de la corona, dos obras maestras indiscutibles del brillante Sigheru Miyamoto que merecen ser recordadas y jugadas hasta que no quede un solo jugón que ignore que existen semejantes maravillas.







P.D: http://www.youtube.com/watch?v=w2hDWBXK6JQ&feature=related




lunes, 30 de noviembre de 2009

Atrás quedaron los días del sueño...





Atrás quedaron los días del sueño


en que ansiaban rozarte mis labios,


empeñado en vencer desagravios


el mismo amor que te quería su dueño.



Ahora en tus ojos olvido el pasado


porque es a plena luz como los veo


y es tu piel la que enciende mi credo


al sentir al fin calor a mi lado.



Quiero no sentir jamás que te extraño;


que no se vuelva tu rostro memoria


y se pierda en la noche, ermitaño.



Deseo desearte con euforia,


anhelo que tus llagas sean mi daño


pues tu fe anuló mi fe ilusoria.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Aire.




Sentí que su vida se desvanecía delante de mí, impotente ante aquel inmenso sufrimiento en sus ojos, en el gesto desencajado de su rostro, en la violencia con que golpeaba el suelo al serle cada vez más difícil llevar aire a sus pulmones. Sentí que lo perdía y con él moría también una parte de mí, la misma que vivía gracias a su contagiosa felicidad y que ahora expiraba en medio de la agonía más espantosa que recuerdo haber visto nunca.


Traté de no contagiarme de aquella expresión de dolor infinito, de no dejarme llevar también por la desesperación y la angustia, y en vez de ello me senté a su lado, apoyé su espalda sobre mi pecho y le pedí que se centrase en mi respiración mientras marcaba con la mano libre el teléfono de emergencia.


No recuerdo haber dado instrucciones a la ambulancia, porque lo cierto es que todo mi pensamiento estaba puesto en su recuperación, en transmitirle toda la salud que había en mí, pero al cabo de unos minutos escuché las sirenas, y mi vista nublada por el llanto contenido vislumbró la intermitencia de las luces naranjas. Su mano sostenía la mía con firmeza, oprimiéndola con cada nuevo ataque, con cada nueva sensación de que el oxígeno no podía llegar allí donde más necesario era, y fue entonces cuando dejé de sentir la fuerza de su tensión, cuando sus dedos se deslizaron entre los míos y su cabeza se ladeó hacia la izquierda. Entonces llegaron los médicos.


Sí recuerdo que, al cabo de varias horas de espera, fui informado de que podía entrar a verlo. Recuerdo la sala de observación, más fría de lo que había imaginado, en medio de la cual aguardaba su cama. Recuerdo la mascarilla conectada a una máquina, y sus párpados que encerraban el sueño propio tras un esfuerzo semejante. Recuerdo haber tomado su mano, contemplando aquel rostro ya por fin relajado, y cómo aquellos ojos se abrían para dar paso a una leve sonrisa.


Sólo entonces sentí que también yo respiraba.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Top 2: Super Mario 64



1996 será recordado siempre como el año en que los videojuegos pasaron una página general de su historia para abrir una nueva, es decir, la que va de las dos a las tres dimensiones. Conceptos como la cámara en manos del jugador, los polígonos o los mapas en 3-D pronto se convertirían en el día a día de unos jugadores cada vez más acostumbrados a dar por sentadas maravillas técnicas que antes eran impensables.


De todos ellos, sin lugar a dudas hay un juego que destaca por méritos propios, y que supone el mayor avance en la historia de este sector, una verdadera revolución técnica y jugable que rompió esquemas, creó géneros y sentó cátedra sobre cómo se debían hacer las cosas en las décadas siguientes. Me estoy refiriendo, claro está, al clásico Super Mario 64, la aventura más premiada y reconocida de las protagonizadas por el orondo fontanero de Nintendo.


Sigheru Miyamoto, el padre de la criatura, se las vio y se las deseó para sacar adelante un proyecto que parecía que sólo él tenía en mente. Hicieron falta cuatro años de programación, rediseñar por completo el mando de la consola para adaptarlo a las necesidades del juego (algo inédito en la historia de los videojuegos), y un intercambio de ideas tan fructífero como necesario con el otro gran grupo programador de la compañía, enfrascado en sacar adelante la entrega de la saga Zelda para N64, para que finalmente SM64 pudiera llegar a tiempo de desembarcar junto con la consola (Zelda: Ocarina of Time, aún necesitaría dos años más de producción).


Ahora bien, la espera mereció la pena: la nueva aventura de Mario ofrecía un mundo totalmente interactivo en tres dimensiones con total libertad de movimientos y, algo absolutamente innovador, la posibilidad de que el jugador controlase la cámara a su antojo, para obtener así el mejor ángulo desde el que disfrutar el juego. La calidad gráfica era asombrosa, no tenía un solo defecto visual y sí muchos efectos tan innovadores como el de las superficies mojadas, el metal, el fuego y hasta el destello del sol al mirarlo directamente. Por su parte, la capacidad de acción de Mario era brutal: podía correr, saltar, caminar, gatear, dormirse, golpear, trepar, escalar, volar, nadar, bucear y hasta deslizarse, y todo lo hacía con una suavidad pasmosa. Por tener, tenía hasta voz, y no era raro escucharlo quejarse si se dolía de un golpe o celebrar sus triunfos con alegría y desparpajo.

Los quince mundos del juego recogían elementos clásicos de su universo, como las tuberías o los champiñones, con un aire desenfadado que lo acercaba a los dibujos animados, sin que por ello se perdiera un ápice de calidad. Había fases nevadas, bosques y desiertos, junto a castillos de fantasmas, barcos voladores o profundidades oceánicas, todos ellos plagados, como el monumental castillo que servía de enlace entre unos mundos y otros, de rincones secretos y minijuegos apasionantes. Las 120 estrellas, objetivo principal del juego junto al obligado rescate de la princesa, se convertían en una verdadera obsesión salpicada, de cuando en cuando, con unos asombrosos enfrentamientos con el monstruoso Browser, dragón cuyas lenguas de fuego y rugidos dejaban pasmado al más intrépido.


SM64 batió récords de ventas y ha sido aclamado durante generaciones enteras. Fue nombrado mejor juego del año, obtuvo puntuaciones perfectas en las revistas más exigentes y ha permanecido en la memoria colectiva del sector como el punto de referencia obligado, el padre o abuelo de decenas de miles de videojuegos. Con Mario 64 Sigheru Miyamoto creó el que posiblemente sea uno de los dos mejores juegos de la historia, una joya que hace trascender este tipo de productos de sus propias limitaciones y los lleva a una categoría cualitativamente superior, la del entretenimiento con letras mayúsculas. Es el antes y el después de todo lo demás: la obra maestra del género.

(P.d: http://www.youtube.com/watch?v=57clXvePxSs&feature=PlayList&p=75B738E9D4CAD5C3&index=0&playnext=1 Hace unos años, SM64 fue reeditado para la portátil de Nintendo, la DS, con la posibilidad de jugar con más personajes, encontrar más estrellas y multitud de nuevos minijuegos. Si en su momento no lo disfrutaste, corre a conseguirlo porque no ha envejecido un ápice y sigue conservando toda la magia y calidad del juego original.)

Top 3: Goldeneye 007




Tan de moda en esta última década gracias al boom de los juegos ambientados en la segunda guerra mundial, los shoot’em up surgieron con el jurásico Wolfenstein 3-D, en 1992 (curiosamente, ya con malvados nazis en el papel de villanos). Posteriormente llegarían versiones bastante más encarnizadas, como Doom o Duke Nukem, que repetían con sustanciales mejoras un desarrollo en primera persona y un sistema gráfico de mareantes sprites en 2-D en un entorno tridimensional.

En 1997, el equipo de programación Rare desarrolló un juego para la Nintendo 64 que, sencillamente, aniquiló las referencias previas y sentó las bases actuales del género. Basado en la película del mismo título, Goldeneye 007 se convirtió desde su estreno en un auténtico bombazo, dejando boquiabierto a propios y extraños con un sistema de control absolutamente perfecto, gráficos en auténticas 3-D, sistema de captura de imágenes para representar a los actores y decenas de armas disponibles, así como un aluvión de novedades que ahora damos por sentadas: sistema de recarga, golpeo con la culata del rifle, modo francotirador con un zoom de vértigo, sistema de detección automática de enemigos, diferencias de daño según la parte del cuerpo afectada y un larguísimo etcétera. A eso se le sumaba un apartado gráfico asombroso, con logradísimos efectos de explosiones, posibilidad de interactuar con un entorno cambiante, impactos de sangre en los enemigos, texturas y definición casi perfectas y, para colmo, una duración soberbia, (24 niveles, con homenajes incluidos a películas y personajes previos del agente Bond), tres niveles de dificultad y, por si fuera poco, un adictivo sistema multijugador para 2, 3 o 4 jugadores que fue la guinda del pastel.

El desarrollo del juego seguía, de forma más o menos fiel, el argumento de la película que relanzó la franquicia de 007 en 1995, y sirvió para familiarizar a toda una generación de jugones con los diferentes gadgets del célebre agente secreto. En uno más de sus muchos alardes técnicos, el juego permitía utilizar rayos láser desde el reloj de Bond, que también servía de menú durante las partidas. La dificultad e inteligencia artificial de los enemigos era aplastante, ya que corrían en busca de refuerzos, se agachaban u ocultaban de tus disparos y siempre te ponían las cosas muy, muy difíciles, lo que no hacía sino redundar en la calidad de un juego plagado de detalles y con una variedad de localizaciones apabullante (selvas, presas, instalaciones, ciudades, bases militares, parajes nevados, etc…)


Nombrado mejor juego del año 1997 por una crítica entregada y un público devoto, este juego se ha convertido en un clásico. Rare nunca volvió a programar nada parecido, aunque repitió fórmula y éxito con Perfect Dark, también en N64 y posteriormente en X-Box, y todos los Medal of Honor, Call of Duty y demás sucedáneos post-salvar al soldado Ryan beben más de las fuentes de Goldeneye que de la película de Spielberg, copiando prácticamente todas sus virtudes. Con diferencia, uno de los mejores videojuegos de la historia, y quizá uno de los rarísimos casos en que la adaptación de un videojuego no sólo está a la altura de la película, sino que la supera. Una obra de arte.



(P.d: http://www.youtube.com/watch?v=Cj4EpLQ0jn8)

viernes, 13 de noviembre de 2009

Top 4: Metroid Prime




La saga Metroid tiene demasiada solera como para ponernos ahora a recordar sus inicios, pero baste decir que durante décadas su protagonista, Samus Aran, y su armadura de extraordinarias prestaciones ante bichejos de la más diversa naturaleza fue un referente de los juegos de acción en dos dimensiones y desarrollo lineal.

La saga había sufrido un parón desde Super Metroid, que apareció en 1992 para la Super NES, (no lo hemos dicho pero, como era de esperar, esta saga también pertenece a Nintendo, y ya van unas cuantas). Hubo que esperar más de una década para que al fin, en 2003, la Nintendo Gamecube asistiera al renacimiento de la franquicia con un cambio radical en su concepto de juego y desarrollo, al abandonar la linealidad por la exploración y aventura en primera persona.


Metroid Prime, elaborado por los genios de Retro Studios, es sencillamente una obra maestra. Para empezar, no tenía nada que ver con los habituales shoot’em up de acción frente a nazis, terroristas o zombies que inundan los catálogos de las consolas con mediocridades o juegos, aun con calidad, de una moralidad más que discutible (Medal of Honor y Call of Duty, entre ellos). MP los supera con creces porque hace el énfasis en la resolución de unos puzzles que resultan apasionantes por estar graduados a la perfección en su nivel de dificultad, a lo que se añaden las nuevas habilidades del traje de Samus (con la metamorfosis en esfera, todo un logro técnico, como estrella principal).

El juego posee una calidad gráfica espectacular, con efectos tan asombrosos como el vaho dentro de la máscara protectora de la protagonista, y su componente de acción está tan equilibrado con el resto que uno nunca tiene la sensación de aburrirse. El espacio de juego es inmenso, pero sin excederse, y está plagado de secretos y enemigos que lo hacen aún más apasionante.


Una maravilla, en suma, que fue capaz de aunar elementos clásicos de la saga con lo mejor de las nuevas tecnologías, que sirvió para inaugurar toda una nueva generación de juegos (ya hay tres secuelas de MP, una Gamecube, otra en Wii y una última, en DS, para quitarse el sombrero), y cuya evolución es todo un ejemplo para todas aquellas sagas menores que tratan de seguir su estela (como sucede con Metal Gear Solid, por ejemplo, que en esencia siempre ha sido el mismo juego, aunque algunos no se quieran dar por enterados.)



(P.D: Sin duda, los momentos más climáticos del juego se producen frente a los enemigos de final de nivel, y en especial con el último, vídeo al que corresponde este enlace: http://www.youtube.com/watch?v=RnCPdblvrZc&feature=related)

jueves, 12 de noviembre de 2009

¡El dúo sacapuntas ataca de nuevo!



El otro día tuve la mala fortuna de presenciar un espectáculo televisivo de la peor calaña. No es que uno pueda esperar gran cosa de una sección de deportes de un canal televisivo que se hace llamar a sí misma “Los Manolos”, (espacio presentado por los “periodistas” Manuel Carreño y el inefable Manolo Lama), pero lo del martes fue sencillamente de juzgado de guardia.


A la “entrevista” asistía el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, que será todo lo arrogante que se quiera y andará por ahí presumiendo de billetera, pero que sin duda no se merecía la encerrona traicionera, cutre y maleducada que le dedicaron “los Manolos”: preguntas inconexas plagadas de comentarios subjetivos y opiniones de los propios “entrevistadores”, vídeos ofensivos e inapropiados y, lo peor de todo: ninguna posibilidad de responder tranquilamente a lo que se “le preguntaba” (“recriminaba” sería más apropiado), ya que lo interrumpían constantemente para lanzarle más y más acusaciones.

Fue todo un ejemplo de cómo no se debe hacer periodismo, un ataque personal, directo e injustificado (las reacciones furibundas del tal Lama eran asombrosas, si uno considera la de años que lleva este buen hombre ejerciendo la profesión), y mientras Florentino ponía cara de póquer y toreaba el asunto como buenamente podía, los otros dos personajes se dedicaban a darle cera por todas partes acusándolo de prepotente, metomentodo, dictatorial, caprichoso, vanidoso, malcriador de futbolistas, cobarde y, en el colmo de los colmos, llamándole mentiroso a la cara.


No dudo que el dúo sacapuntas buscase notoriedad a costa de la fama de alguien que, seguramente, la merece mucho más que ellos, porque no me creo que gente que conoce bien el negocio audiovisual meta la pata de una manera tan rotunda y grave (las críticas han llovido en la redacción de Sogecable, y con todo merecimiento). En cualquier caso, si su intención era descalificar al presidente de la entidad madridista, los únicos que quedaron a la altura del betún fueron estos dos señores que, obligados y del modo más falso e hipócrita posible, pedían “disculpas” ayer mismo (ver el link), para después volver a meterle tanta caña o más al pobre Florentino (entiéndase lo de “pobre”). Delirante.


http://www.youtube.com/watch?v=sTa4aqiRKaE

miércoles, 21 de octubre de 2009

Cinefórum (11): Ágora


Hay algo en el cine de Amenábar que nunca me ha terminado de convencer, aun reconociéndole un mérito enorme por haber sabido trascender con habilidad la mediocridad en que nuestro cine patrio vive felizmente instalado. Tesis (1997) me pareció fría, aunque intrigante; Abre los ojos (1998), una pretenciosa parábola de no sé muy bien qué; Los otros (2001), un refrito de Una vuelta de tuerca y El sexto sentido, pero con un envoltorio magnífico y una gran habilidad narrativa. A Mar adentro (2005) no le vi gracia alguna más allá del torrente interpretativo de Bardem, y sigo sin comprender las razones de su éxito al margen de una campaña publicitaria bastante hábil.

Bueno, pues con la recentísima Ágora me ha pasado más de lo mismo. De brillante factura, la película narra las desventuras de Hipatia, hija del bibliotecario de Alejandría y una de las filósofas más notables e importantes de la historia, que se ve envuelta en una guerra de religiones entre paganos, cristianos y judíos de la que no se libra ni el apuntador.

Me consta que la versión de los cines ha llegado con un corte de metraje de más de 40 minutos respecto del montaje que se estrenó en Cannes, y que seguramente ello ha afectado a una estructura en tres actos tan desigual como desaprovechada, pero eso no es razón que justifique los despropósitos de una cinta excesiva y desproporcionada en todos los sentidos.

El primer acto narra el esplendor de la biblioteca y los amores de dos personajes, un esclavo y un discípulo de Hipatia, que se desviven por la filósofa (una fría y virginal Weisz), y que concluye con la toma y posterior destrucción de la biblioteca a manos de los cristianos, símbolo del fin del paganismo en Alejandría. En la segunda parte se nos describe con (excesiva) prolijidad las intrigas palaciego-religiosas que terminan con la expulsión de los judíos y la supremacía cristiana, dejando para un último acto el desenlace de los personajes principales ante el imparable empuje cristiano.

Precisamente a tenor del desenlace se hace más evidente que la historia con mayor potencial, la de los amores frustrados del esclavo hacia su señora, es la más desaprovechada de toda la cinta. Es una lástima que Amenábar haya dotado de semejante frialdad el primer acto, porque su desenlace no se corresponde con nada de lo visto entonces, y ahí radica un fallo de proporciones devastadoras, que vuelve incluso secundario el tostón pseudo-religioso del segundo acto o la ligereza con que se trata la astronomía en la cinta.

Si a eso se le suman decisiones, cuando menos, cuestionables, como las tomas espaciales, la aceleración de la imagen en determinados momentos o algún que otro volteo de cámara incomprensible, unos actores sorprendentemente sosos e inexpresivos (lo del esclavo es de juzgado de guardia, y Weisz en ningún momento hace honor a la fama de mujer fuerte que se le supone), una música intrascendente y un ritmo tan disparado como el de una tortuga reumática, lo único que permite un respiro entre tanto desatino es la fantástica recreación de Alejandría de la época, el diseño de vestuario o la fotografía, que están a un nivel muy superior al resto de elementos de la cinta.

No he entrado en temas espinosos como el tratamiento de las religiones, pero me temo que Amenábar no puede pretender engañar a nadie con dos dedos de frente al decir que esta película está dirigida contra la intolerancia en un sentido abstracto: aquí hay unos villanos muy malvados llamados cristianos, que más parecen una banda de navajeros (empezando por el obispo) que una orden religiosa con unos sólidos principios morales. Como dice la canción: el que quiera entender, que entienda.

martes, 20 de octubre de 2009

Nobel a priori

Me preguntaron el otro día qué me parecía la concesión del premio Nobel de la paz a Barack Obama, y, a juzgar por las caras de asombro e indignación creo que me tomaron por un neoconservador de la peor calaña, porque dije que me parecía un error clamoroso, fruto más de una campaña de publicidad hábilmente orquestada por sus asesores que de una trayectoria ejemplar en el campo de la paz.

Y es que, por muy bien que me caiga el señor Obama o me parezcan esperanzadoras sus políticas en temas como Guantánamo o las tropas de Irak, yo sigo pensando que este hombre aún no ha hecho nada (sólo lleva ocho meses en el cargo), y que seguramente dentro de unos años sería posible valorar mejor, a la luz de sus resultados, los méritos o deméritos de sus políticas.

Equiparar a esta promesa de la paz mundial con la Madre Teresa de Calcuta (Nobel de la paz en 1979) o el Dalai Lama (1989) me parece casi insultante: hablamos de personas o entidades que han consagrado su vida entera a contribuir a hacer de este un mundo mejor y eso es algo que, lo siento mucho, no se puede decir del presidente de los Estados Unidos y mucho menos a día de hoy.

Si lográsemos abstraernos del magnetismo de este político de indudable carisma, los premios a priori deberían parecernos a todos un absurdo injustificable. ¿Se imaginan ustedes a un escritor recibiendo el Nobel por unas obras literarias que no ha escrito, o a un actor recibiendo un oscar por una película que aún no ha protagonizado? Pues algo parecido me ocurre a mí con Obama: creo que le han dado el premio por algo que todavía no ha hecho, pero que sus asesores (y él mismo) se empeñan en afirmar que hará algún día.

Las razones dadas por el jurado son de lo más peregrinas, y se basan en términos tan abstractos como “haber dado esperanza al mundo entero” o sus “esfuerzos para fortalecer la cooperación entre los pueblos” (¿?) No obstante, la mayor sandez se la escuché el otro día a un tertuliano de esos que lo mismo te hablan de física cuántica como de métodos para freír un huevo a la romana, que dijo que el mayor mérito de Obama era “no ser Bush”. Lo que nos faltaba.

No es que yo espere demasiado de un premio que sólo en su vertiente literaria obvió a escritores como Joyce, Proust, Galdós o Kafka, premiando ni más ni menos que a gente como Echegaray o Cela, por citar sólo dos ejemplos de esta España nuestra. Es posible que el premio Nobel tenga algo de prestigio en determinadas categorías, pero desde luego no en la literaria y muchísimo menos en el de la paz, una especie de cajón desastre que recientemente ha galardonado a otros popes norteamericanos como Al Gore o Jimmy Carter (ya me dirán ustedes a santo de qué), y que en el caso de Obama ni siquiera se han molestado en dar una sola razón justificada, por el simple hecho de que no la hay. (Dicho lo cual, ojalá dentro de ocho años este hombre merezca este y muchos premios más, porque su mayor mérito no es ser o dejar de ser como Bush, sino haber recuperado el crédito para un país que estaba desahuciado a nivel internacional y sumido en la miseria moral: nada que ver, señores míos del Nobel, con la paz mundial).

domingo, 18 de octubre de 2009

La guerra de los números.


Hay algo en todo este embrollo de manifestaciones pro-vida y bailes de datos (2 millones según ABC y organizadores; 1.200.000 según la comunidad de Madrid; 250.000 según la policía; 55.000 según El País) que no termina de convencerme, como no me convencieron en su momento los argumentos en contra de la legislación sobre los matrimonios homosexuales o el divorcio.

“Ataque a la familia, crimen consentido y amparado por la ley, cobertura a la inmoralidad indiscriminada…” razones a mi juicio ligeras para asuntos extremadamente delicados, donde se percibe una peligrosa mezcla de ideología, religión, ética, política y barullo mediático que, como siempre, únicamente contribuye a la confusión generalizada.

Yo no creo, sinceramente, que las leyes que permiten a las personas que así lo desean abortar, divorciarse o contraer matrimonios con personas de su mismo sexo representen un ataque frontal, amenaza o cobertura para el asesinato contra la familia tradicional, sus valores o principios. Antes al contrario, creo que abren el abanico de opciones a la pluralidad para todos aquellos que no se consideran bajo el paraguas apostólico y romano, y lo hacen además bajo una escrupulosa aplicación de la legalidad que no ampara a criminales sino a ciudadanos, hombres y mujeres que antes no gozaban de ciertos derechos ni libertades, en mi opinión, necesarias.

Evidentemente, cada cual está en su derecho de opinar y manifestarse a favor de lo que se crea más conveniente, pero si vivimos en una sociedad democrática y una amplia mayoría ha decidido apoyar la elaboración y la puesta en práctica de dichas leyes es por motivos de fuerza mayor que la de una determinada óptica religiosa, por importante, predominante o legítima que se considere.

El problema es que, lejos de establecerse un diálogo constructivo entre las partes supuestamente implicadas y exponer con calma y paciencia argumentos en uno u otro sentido, lo único que parece importar aquí es de qué forma contar cabezas de manifestantes, como si el hecho de que sean dos millones o cincuenta mil quitara o dejara de quitar la razón. Nadie parece darse cuenta de que en democracia el número sólo cuenta para las elecciones, mientras que el día a día lo construye la convivencia de opiniones razonadas, coherentes y portavoces de los diferentes pareceres de la población. Sigan, pues, las batallas de números hasta el infinito, si se quiere, porque mucho me temo que la guerra por la que merecía la pena todo esto se perdió hace ya tiempo.

martes, 6 de octubre de 2009

Top 5: Street Fighter II



En la Universidad aprendí una lección valiosa acerca de lo que suponía generar o repetir opinión. La verdadera calidad está, según mis maestros, en aquellas obras capaces de generar debate de ideas a su alrededor, que aportan algo realmente significativo, frente a otras donde únicamente lo expuesto es una recolección de lo conocido en otras fuentes. Pues bien, apártenle todo el aparato retórico a lo anterior, y en el terreno de los videojuegos hay sólo unos pocos que puedan decir que han aportado ideas realmente originales.

Parece haber un cierto consenso general al referirnos al género de la lucha, que antes de 1992 no existía prácticamente, y que a partir de entonces conocería verdaderas avalanchas de títulos, en especial en el ámbito de los arcades.

La culpa de todo ello es del fenomenal Street Fighter II, que se parece tanto a su predecesor de 1987 como el huevo a la castaña. Esta secuela reunía a 12 luchadores carismáticos y llenos de golpes contundentes, y le otorgaba a las dos dimensiones unas posibilidades hasta entonces desconocidas, con unas combinaciones tan sencillas como intuitivas. Cualquier jugador, en manos adecuadas, era capaz de tumbar a todos sus rivales, lo que añadía un elemento de equilibrio a un género, a partir de entonces, plagado de mediocridades con uno o dos personajes que solían estar muy por encima del resto.

No cabe duda de que SFII redefinió el género (lo reinventó, diría yo), y que a partir de entonces todos y cada uno de los arcades de lucha remiten, de forma más o menos descarada, a aquel. Baste decir que para la cuarta entrega, tan espectacular como todo lo que se hace en última generación, los programadores de Capcom han decidido traer de vuelta a los 12 luchadores originales y añadirles otros tantos de relleno. Pero un dato curioso: a pesar de su apariencia 3-D, el juego sigue desarrollándose en dos dimensiones, y posee la misma mecánica y sistema de combate. ¿Casualidad? No lo creo. Cuando una obra maestra lo es no hace falta modificar nada y por eso la cuarta entrega de esta saga no es otra cosa, en definitiva, que un lavado de cara del original.

SFII era una maravilla, un juego rápido, adictivo y diferente en cada partida, con una tensión y emoción como ningún otro arcade de lucha había conseguido antes ni conseguiría igualar después. Con diferencia, el mejor en su género.

P.d: http://www.youtube.com/watch?v=0ma66BsZhKw&feature=related Sobra decir que a Nintendo le faltó tiempo para conseguir la exclusiva de SFII para su SNES. (Es que no fallaban ni una, por aquel entonces). Para el que quiera comprobar cómo cambian los tiempos (en apariencia, no en esencia), aquí va un enlace de SFIV: http://www.youtube.com/watch?v=16n6uXZ-bKI&feature=channel

Top 6: Sonic The Hedgehog 2


En 1992, Sonic era ya oficialmente la mascota de Sega tras su apabullante debut el año anterior con el magistral Sonic the Hedgehog. La compañía japonesa necesitaba con urgencia reemplazar al soseras de Alex Kidd como marca de identidad, y encontró en este puercoespín azulado la solución a todos sus problemas. Con su nueva mascota, Sega se lanzó a la carrera de las consolas con más fuerza que nunca y alcanzó su cenit como compañía. La secuela de Sonic, que arrasó literalmente a finales de ese año, lo consagró a nivel internacional mejorando punto por punto todo aquello que hizo del anterior un clásico.

Los críticos de Sonic han visto siempre en él una especie de anti-Mario, una criatura artificial creada a imagen y semejanza del fontanero de Nintendo para destrozar sus fundamentos básicos uno a uno. Razón no les falta, especialmente en la primera entrega del erizo: si en los juegos de Mario prima la exploración, en Sonic la idea es desplazarse a toda velocidad por unos escenarios vertiginosos. Si en Mario hay que recolectar decenas de objetos, llaves y pasadizos secretos, en Sonic únicamente hay que volar por escenarios lineales sin preocuparse más que de recoger algún que otro anillo de oro que nos mantenga con vida. En Mario no hay más malo final que el último, mientras que Sonic está plagado de robots gigantescos que aguardan al final de cada fase.

Sea como fuere, Sonic 2 logró despegarse de toda esa polémica y creó un juego de una calidad gráfica espléndida, muy profundo y variado (32 niveles de elevadísima dificultad, ya sin reminiscencias de Mario), con un modo multijugador tanto en el modo cooperativo como carrera, y que incluía tantas novedades como satisfacciones para un público totalmente entregado.

La decadencia progresiva de la saga de Sonic (que comenzó en la siguiente secuela, y ya no ha vuelto a levantar cabeza) supuso, irónicamente, la de una compañía que jamás volvió a alcanzar las cotas de calidad y popularidad que tuvo en 1992 con su Genesis/Mega Drive. Y todo gracias a este simpático bichejo que se ganó, con endiablada velocidad, el corazón de miles de jugadores.

En definitiva, qué lástima que unos directivos tan ineptos fueran capaces de sepultar un legado tan importante como el que consiguió Sega en aquellos primeros años noventa, del que ahora ya sólo quedan restos, cenizas y el recuerdo de juegos tan grandes como Sonic 2.

P.d: http://www.youtube.com/watch?v=IMDQtpw-_CY